Esta columna es una batalla perdida. Si normalmente vivimos en una era donde todo el debate es esclavo de la emoción, y el intento simplemente de dudar es visto como tibieza agraviante, hoy eso se multiplica por mil. Es que la tragedia ocurrida en las últimas horas, con un padre que asesina a sus hijos y se quita él mismo la vida en medio de un conflicto con su mujer, es natural que destape el tarro de la indignación colectiva.
Todo el Uruguay vive hundido en las mismas preguntas. ¿Qué falló? ¿Se pudo hacer algo para evitar esto? ¿Cómo un padre, diseñado genéticamente para proteger a su progenie con su vida, es capaz de arremeter contra su instinto más básico? Pasada la primera fase de incredulidad, la segunda respuesta natural es la ira. La sociedad por reflejo instintivo necesita un objeto en el que descargar su frustración y enojo. Algo que se hace más difícil por el hecho de que el culpable, con su acto suicida, priva al colectivo de ese objetivo natural de la furia social.
Ahí empiezan cuestiones menos edificantes. Porque ante la falta de respuestas simples que nos devuelvan una cierta sensación de paz frente a este desasosiego interno, empiezan a aparecer los excesos. Y la acción de quienes, en su mayoría por lógica desesperación, y en una ruidosa minoría por cálculo cuestionable, apuntan con su dedo a la turba, las casas de quienes deben ser quemados en la hoguera de la furia colectiva.
El primer objetivo: el estado y la vida de sus ciudadanos. Es verdad que puede haber habido errores, fallos, omisiones. Y que se pudo haber hecho más.
Ahora, si bajamos la cabeza por un momento, si intentamos el esfuerzo cruel de aplicar neuronas al momento de pasión desbordante, ¿es realista creer que el aparato burocrático del estado puede asegurar que esto no vaya a pasar jamás? ¿Es justo ir a insultar al Pacha Sánchez, que salió a dar la cara en la Torre Ejecutiva, por esto que pasó? No lo sabemos. Humanamente, tenemos la convicción de que no lo es, y que cualquier jerarca, de cualquier partido, que hubiera tenido en su poder evitar esta tragedia, lo hubiera hecho.
También es verdad que hay algo cínicamente constructivo en esa furia contra la autoridad. Por un lado obliga a los jerarcas a ir más allá en su tarea. Por otro, canaliza de manera institucional un enojo que si no, puede derivar en cosas más desagradables. Por muy civilizados que nos creamos, la justicia de la turba, siempre está a la vuelta de la esquina.
Hay un segundo grupo contra quien se alza el dedo huesudo de los integristas, que es justamente el de quienes dudan. Quienes, titubean antes de subirse al carro en llamas de la ira descontrolada, y cuestionan algunas reacciones. No por injustificadas, sino simplemente por sus resultados.
Entonces, si uno tiene el toupé de cuestionar medidas que buscan enfrentar estos actos violentos, pero que terminan vulneran principios producto de siglos de evolución del Derecho, o dañan a miles de familias que no salen en los titulares escabrosos, pasa a ser un pecador imperdonable.
De nuevo, no es momento de intentar apelar a la razón, y lo ideal sería ni opinar con aspiración de frialdad en estos momentos. Pero el problema es que hay quienes aprovechan estas aberraciones para recargar el carro, ya en la bajada, que lleva a la destrucción de todas las garantías que hacen vivible una sociedad.
Es verdad que no ha aparecido el dinero como para aplicar por completo la ley votada sobre violencia de genero. Como tampoco ha aparecido para muchas otras leyes importantes que se votan como un saludo a la bandera.
Pero si se han tomado medidas legales, que han puesto el dedo de un lado en la balanza de la justicia de forma notoria. No parecen evitar estas tragedias, pero si generan cientos de injusticias cotidianas, que todos conocemos. Y que no serán inocuas a futuro.
Por último hay una tercera corriente, que parece asociar este tipo de aberración con una condición masculina. Poco menos que todos los hombres serían culpables de estos actos de violencia, y deberían flagelarse en la plaza pública, o reprimir cualquier opinión. Y, por supuesto, no faltan los voluntarios a la inmolación. En las últimas horas hemos visto ejemplos de esta corriente, que de manera irónica, calza perfecto en la tipología del “discurso de odio”, que los mismos activistas han incrustado en nuestro sistema legal. Atribuir determinadas características negativas a la gente, en función de cosas que no está en ellos modificar. Lo dijimos, no hay chance de que el ejercicio intelectual que es esta columna, vaya a salir bien. Pero si al menos logramos que algunas personas, pasadas ya horas de la tragedia, cambien indignación por búsqueda constructiva de soluciones racionales... bueno. Tarea cumplida.