Aunque muchos se empeñen en decir lo contrario, la especie humana atraviesa el período más próspero de su trayectoria sobre la Tierra. Jamás tuvimos tanta capacidad técnica para resolver nuestros problemas. El mundo produce más bienes y servicios que nunca. El producto bruto global se multiplicó por 20 desde 1950. La pobreza extrema (menos de dos dólares al día), cayó del 40% al 8%. La clase media global nunca fue tan numerosa. El acceso a tratamientos médicos, a la electricidad y a la educación, no tiene precedentes. Y nunca antes aspiramos a vivir tanto tiempo.
Tomemos la esperanza de vida como ejemplo. En 1950 la esperanza de vida rondaba los 47 años. Hoy, en 2025, anda un poco arriba de los 73. Pero vayamos más al detalle. En el año del Maracanazo, un suizo podía aspirar a vivir 69 años, mientras que un somalí promedio no pasaba de los 31. La brecha era de 38 años. Hoy, Suiza alcanza los 84 y Somalia del Sur los 56. La brecha se redujo a 28. Y aún así, frente a semejante dato, hay quienes insisten en que las diferencias de hoy son más dramáticas que entonces.
Lo mismo pasa con la riqueza. El mundo hoy es más rico que nunca. La producción económica mundial (el PBI global) está en su punto más alto en la historia humana. Y, no obstante, la palabra desigualdad se sigue escuchando de boca de políticos e influenciadores progresistas. Se apoyan en el dato de que el 10% más rico del mundo posee entre el 80 y 90% de toda la riqueza planetaria y que al otro 90% de la población le queda el 10% restante. Y a la mitad más pobre, apenas el 1-2%. Pero olvidan un dato contundente: nunca en la historia la riqueza estuvo distribuida de manera equitativa. Ni en la Edad Media, ni en la Revolución Industrial, ni en el mundo poscolonial. La única excepción fue un breve período entre 1950 y 1980, impulsado por la posguerra y las políticas de bienestar de algunos países desarrollados. Pero fue un fenómeno excepcional. Entonces, ¿por qué se insiste en que estamos tan mal?
Dos factores alimentan esta falsa creencia. El primero, y más evidente, es que hoy todo es más visible. Se sabe más, se mide más, se comunica más.
Por otro lado está el negocio de la indignación. Políticos y otros líderes de opinión, como artistas, comunicadores y referentes progresistas de distintas áreas, instalan su puestito de venta de humo y sacan renta de la pobreza y la desigualdad, valiéndose de relatos armados con verdades relativas y datos parciales.
Algo similar es lo que está ocurriendo con el famoso tema del cambio climático, el calentamiento global y la huella de carbono. En los últimos días, Norteamérica sufrió una violenta ola de calor. Desde ciudades como Las Vegas o Phoenix, nos llegan videos de gente friendo huevos en el capó de un Mustang o hirviendo agua con una bolsa de nylon sobre el asfalto caliente de la Ruta 66. En simultáneo, acá abajo, en varias esquinas de nuestra república, murieron de frío nueve personas en situación de calle por una ola polar.
Pero de nuevo, si miramos los datos concretos, el récord de calor en Estados Unidos se remonta a antes de 1955. Mientras que en Uruguay, el mercurio nunca bajó tanto como el 14 de julio de 1967, cuando, según la Dirección Nacional de Meteorología, marcó -11 grados en la ciudad de Melo. ¿Qué me decís de ese dato, Greta Thunberg?