Si una de las claves de la vida es rodearse de gente que nos mejore, ¿quién quiere estar cerca de un político? No es casual que asociemos la política con el grosor de la piel, la robustez del estómago o el desvío de la mirada. Qué le hace esta actividad al cuerpo, y al alma, de quien la lleva adelante.
Atraviesan mandatos presos del espectáculo, rehenes de un cargo, temerosos de la alternancia. Como el político es enemigo del olvido y del desconocimiento, no es raro que se dediquen a sostener un idilio con el barro. ¿Nadie les dice que hacen el ridículo?
Los políticos también somos nosotros. Salimos de la misma sociedad que, con escasa conciencia crítica para pensar la política, hipoteca sus chances de generar una clase gobernante con la destreza y la moral necesarias para liderar el progreso.
Solemos ser cómplices de fanatismos en lugar de valorar a aquellos que se permiten la desmesura del equilibrio. Nos quejamos de nuestros políticos y, a la vez, integramos una tribuna que erosiona las chances de que se conviertan en los gobernantes que precisamos.
Lo que a los votantes debería importarnos es la habilidad para afrontar los asuntos clave en el momento oportuno, no las diferencias sobre minucias. Gobernar no es sencillo. Es más difícil cuando los encargados de hacerlo, o los que pretenden simular que lo intentan, conviven en una burbuja aislada del resto.
Los votamos, por cabal obligación y con constreñido entusiasmo, pero los votamos. Escasean, sin embargo, los políticos por los que vale la pena hacerlo.
Deberían demostrarnos que están a la altura y, salvo excepciones, nos cuesta mirarlos con simpatía y compasión. Los necesitamos porque alguien tiene que hacer ese trabajo. Si no es molestia, ¿pueden hacerlo mejor? Estaremos agradecidos, podrán atornillarse unos años más y, si se empeñan, toda la vida.
No es necesario ser tan injusto con los nuestros; hay gente honesta y responsable, y basta asomarse al balcón para atestiguar que la carencia es universal.
Somos privilegiados. A juzgar por las clasificaciones sobre democracia, transparencia y libertad, vivimos en el paraíso. Un paraíso chico, chato y caro, pero paraíso al fin. Lo olvidamos, o no lo valoramos del todo, y la queja está siempre en la punta de la lengua. ¿Qué ganamos con regodearnos ante la desgracia ajena y cercana (Argentina) en lugar de imitar éxitos distantes?
Esperar que un político nos inspire quizá sea arañar utopías. No parece un exceso aspirar a que se hagan cargo, lideren, escuchen a especialistas, influyan en la opinión pública y tomen decisiones complejas y necesarias. La gente quiere creer que sus gobernantes saben lo que están haciendo. No es el imperio de la exigencia: nos conformamos con sentir que van por buen camino.
No es pedir demasiado que, de cara a una nueva campaña electoral, detallen qué harán, cómo y con qué equipo, ni tampoco ansiar que no insistan en tener un criterio para los suyos y otro para los demás. Si lo hacen unos, escándalo; si lo hacen otros, nimiedades.
Qué vacuo, mezquino y mediocre es el teatro de la política. ¿Qué tan iluso es reclamar una perspectiva ética, madura y responsable incluso dentro de ese juego? ¿Puede no todo ser parte de un cálculo político?
El sector público por definición es ineficiente. Es más fácil cuidar la plata propia que evitar despilfarrar la ajena. Ello no es un elogio a lo privado per se, es un refuerzo de la necesidad de controles. Ninguna hueste está inmune al inmortal clientelismo, pero es bueno que se haga con menos impunidad.
Son tan inusuales los acuerdos entre oficialismo y oposición, acá y en el mundo, que son noticia. Se prefiere una pírrica victoria política antes que un consenso que nos beneficie. Cómo culpar a la gente de meterlos en la misma bolsa si se unen para cubrirse las espaldas.
Cómo defenderlos si se empantanan cuando les toca decantarse por el bien colectivo. Es riesgoso creer que el votante no percibe cuando priorizan el corporativismo por sobre la decencia.
Hubo épocas con gente que quería darle la mano a los políticos de turno, hoy muchos ni saben quiénes son los políticos de turno. Ello no es condición para desmerecer su voto.
Votar mal es una falacia porque la democracia es de todos. De la casta y de los que están por fuera del sistema. De los que votan informados y de los que no. De los que votan a favor de sus intereses y de los que apenas creen que lo hacen.
El vértigo de la cotidianidad nos arrastra cada día. Parar es la forma de no perder el rumbo. ¿Se hacen un espacio los políticos para preguntarse por qué hacen lo que hacen? La mayoría, confío, entran en política en pos de un impacto positivo. ¿Se acordarán?
Plutarco escribió en el siglo II sobre la dificultad de aconsejar a los gobernantes porque “temen aceptar a la razón como guía, no sea que les recorte los privilegios de su poder, haciéndolos esclavos del deber”.
Las pasiones y flaquezas del individuo han servido, con el correr de los siglos, para entender el funcionamiento de políticos, burocracias y sistemas. La manera de mejorarlos es mejorando a sus integrantes. El Estado no está al servicio de intereses personales, sectoriales ni políticos.
No se trata de evitar las decisiones imprescindibles, ni de acomodar militantes y acumular funcionarios. Se necesitan servidores públicos.