El martes 16 se cumplirán 74 años del plebiscito que aprobó la Constitución de 1952, que sustituyó la Presidencia de la República por un colegiado integral y única que nació, rigió y se derogó regularmente. Gracias a que Martínez Trueba compartió tres años de su período, el Uruguay reforzó el imperio del Derecho sobre la política, en una América erizada de dictaduras,
La reforma naranja restableció el unicato presidencial desde el 1º de marzo de 1967. Habían corrido apenas 6 años y 119 días cuando, el 27 de junio de 1973, Juan M. Bordaberry firmó la disolución del Parlamento y nos encajó la dictadura “cívico-militar”.
¿Evocación de tiempos idos? No. Valoración de una proeza conceptual que irguió al Derecho nacional, al limpiar a los gobiernos de personalismos y al sujetar al Estado a una objetividad normativa sensible y orientada. La Constitución de 1952 suprimió el riesgo de lapsus, insuficiencias y tentaciones presidenciales. Amplió la autonomía departamental. Creó el Tribunal de lo Contencioso Administrativo. Nos vedó confundir el poder discrecional con los atropellos de la arbitrariedad. Y con todo eso, sentó las bases para abstraer e imponer principios generales de Derecho, que entonces predicaban Aréchaga, Couture, Sayagués, Grompone y una pléyase y que, décadas más tarde, enseñó Alberto Ramón Real como axiomas del sistema normativo.
Nadie construyó una doctrina integral del Derecho que lo funde con más vigor que los principios generales, nunca derrotados. Pero se nos decoloraron por la multiplicación de monografías sobre temas menores, la búsqueda del funcionalismo más que la profundización y el avance de la oralidad por sobre lo escrito. Con todo eso, el Derecho se nos pulveriza a la vista de todos, achatando la sensibilidad ciudadana ante la violación de principios.
Así, se nos colaron los contratos opacos, secretos, sustraídos al contralor ciudadano. Así, se votó por patética unanimidad un Código del Proceso Penal que, prometiendo garantías, despojó al Poder Judicial de su misión constitucional de indagar y castigar los delitos, degradando a la Fiscalía de Corte en un Servicio Descentralizado inventado a contramano de la Constitución. El resultado de ese adefesio es la pérdida total de garantías para el denunciante -que debe esperar meses que se le asigne Fiscalía- y para el denunciado -que debe soportar que se lo extorsione con amenaza de penas mayores si no acepta confesar lo que se le imputa. De ese mismo adefesio surge también el reproche al senador Andrés Ojeda por haber actuado como abogado ante una Fiscalía que constitucionalmente no debería haber sido jamás Servicio Descentralizado.
Por si fuera poco, el Presidente y dos Secretarios sin ningún Ministro anunciaron la rescisión del contrato con Cardama, pero ésta sigue armando les barcos; y nada se sabe hoy de ese juicio civil ni de la denuncia penal, que parece ser lo único hecho ¡en un Uruguay donde los Códigos mandan que los procesos sean públicos!
Debilitados sus principios, nuestro Derecho cruje entero. Los dolores se sienten en todos los campos. En algunos, como el proceso penal, provoca alaridos de condena en todo el foro.
Si ante este cuadro no respondemos con militancia principista, encharcaremos para siempre los sueños y logros que nos dieron identidad como Estado de Derecho.