Para mí ya es un clásico el libro de Castoriadis titulado “La construcción imaginaria de la sociedad”. Dos tomos. Cualquier sociedad nace primero en la cabeza de alguno o algunos: después se organiza, se encarna y empieza a caminar.
Estamos en campaña electoral, tiempo en que partidos y candidatos se ponen a pensar y anunciar sus planes y proyectos para el país. Todos refieren al Uruguay: cómo lo ven y cómo lo quisieran ver, cada uno según su background político partidario; y hablan del trabajo, de la economía, de educación, de seguridad y acciones del Estado criticadas o prometidas según el caso. Está bien: eso es una campaña electoral.
Pero me gustaría escuchar -por lo menos de vez en cuando- a algún candidato meter en su discurso su sueño de Uruguay. Talvi -¿se acuerdan?- hizo su campaña electoral repitiendo un concepto de Batlle y Ordóñez: hacer del Uruguay un pequeño país modelo. Ese fue el sueño de Batlle; encierra dos conceptos: pequeñez y orden.
Somos efectivamente un país pequeño; en territorio y en población. Eso es un dato de la realidad. Y también, en mi opinión, una feliz condición. La pequeñez es siempre relativa: es en comparación con… Uruguay no solo tiene pocos kilómetros cuadrados sino que está ubicado entre Argentina y Brasil, dos enormes países. Pero en este mundo actual, globalizado, multitudinario, amontonado, ruidoso y poluido, el Uruguay pequeño resulta un lugar agradable para vivir. Hay que agregar, naturalmente, lugar seguro y educado: de lo contrario las ventajas de la pequeñez no valdrían nada.
A las relativas ventajas de ser pequeño se agrega: pequeño y bien ubicado. Hoy en día todo se puede fabricar y producir en cualquier parte del mundo: las fábricas se trasladan de un continente a otro según convenga. No se puede mover la minería. Uruguay por suerte no tiene minas: generan concentración de riqueza (son una especie de monocultivo) y producen polución. Pero todo lo demás se lleva y se trae: lo único intransferible en ese tráfico, lo que no se compra con ningún dinero, son los nudos de tráfico, los llamados hubs, los puntos geográficos por donde necesariamente tiene que pasar el flujo de todo lo otro que se mueve de un lado al otro del mundo. Uruguay está justo en uno de esos puntos: está donde termina (o empieza) la gigantesca cuenca de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay, por los cuales fluye la producción (y la importación) del llano boliviano, el Mato Grosso brasilero y del Paraguay entero. Y, además, de Buenos Aires que, mal que le pese, no tiene otro puerto de ultramar que el puerto de Montevideo.
Uruguay país pequeño en lugar estratégico del mapa: hub de comercio, de logística, de comunicaciones, plaza financiera regional y lugar de descanso para los ajetreados de la región. Nada de esto generado en organismos estatales sino como resultado del empuje de uruguayos visionarios o de extranjeros con disposición de hacer cosas en un lugar particularmente apropiado y, además, agradable. Lo único que se necesita es: cabeza, libertad y tesón.
Los partidos y los dirigentes empeñados en la campaña electoral, además de aplicarse a los problemas cotidianos del país, tienen, acá en esta tierra, sobrados antecedentes como para hablarle directamente a la gente sobre sueños de país. En la escucha de ese tipo de discurso -y en la interlocución- se va construyendo y consolidando un imaginario colectivo, se va formando lo que somos, algo que es mucho más que un montón de gente afincada allá donde termina el Brasil.