La democracia es un sistema joven. Dejando de lado el experimento ateniense (discutible), el primer ensayo serio se da con la revolución americana y la constitución de 1787. Desde entonces, la clave de este sistema es básicamente doble: primero, una persona, un voto.
Segundo, hay que aceptar la voluntad de la mayoría, no porque ésta sea infalible, sino por un tema de legitimidad. Cuando no me gusta lo que decide la gente, hay que agachar la cabeza y esperar la próxima oportunidad.
Las personas con ideas socialistas o “de izquierda” siempre han tenido un problema con estas claves de la democracia. Si bien en su discurso anclan en la defensa de los humildes y de las “grandes mayorías”, no suelen aceptar de buen talante cuando éstas le dan la espalda. Más bien tienden a exhibir un desprecio llamativo frente a esa gente que dicen representar. En estos días, hemos visto ejemplos incómodos de esta postura.
El primero, claramente, tiene que ver con lo que pasó en Chile. Ya se han escrito ríos de tinta sobre el fracaso de esa exótica constituyente, que significó un golpe telúrico para este nuevo “socialismo milenial” que parecía extenderse imparable por la región.
Pero a medida que pasan los días, las explicaciones se vuelven más rebuscadas, intentando exorcizar un punto imposible: si somos los defensores de los pobres, de los postergados, si solo queremos más justicia y equidad, ¿por qué la gente nos da vuelta la cara? O peor, ¿por qué los grupos a los que específicamente queremos beneficiar, nos votan en contra?
Ahí empezamos a culpar a “los grandes medios”, a las fake news, a los traidores de dentro, a los operadores de fuera, a los indolentes, a los “fachos pobres”, y todas esas cosas. O llegamos al punto en que un doctor en Ciencia Política uruguayo radicado en Chile entrevistado por La Diaria sostiene con voz erudita que “es una sobreinterpretación de los resultados decir que los chilenos y chilenas no querían esta propuesta de Constitución, estas transformaciones, porque realmente no lo sabemos”. ¿No lo sabemos? ¡El 62% de la gente te dijo que no, Papá! ¿Qué más precisás? ¿Es tan difícil asumir que la sociedad rechazó un texto que incluye cosas tan delirantes, que los propios partidarios de aprobarlo, se tuvieron que comprometer previamente a hacerle cambios, para convencer a la gente que lo votara?
Los mismos políticos e intelectuales que dicen defender a los humildes, irradian un elitismo despectivo cuando la gente les da la espalda.
Algo parecido ocurre en Uruguay con la polémica sobre la educación. Uno de los ejes centrales de la campaña con la que ganó Lacalle Pou, fue una reforma a fondo de la educación. De hecho, el hoy ministro del ramo, Pablo Da Silveira, fue su principal operador de campaña. Y las encuestas muestran que la crisis de la enseñanza está en el “top 3” de las preocupaciones ciudadanas.
Los números son contundentes. Menos de la mitad de los estudiantes termina secundaria. Esto implica que en cada generación, cada año, hay miles de jóvenes que abandonan el sistema, y con ello la posibilidad de insertarse de manera más o menos exitosa en el mundo laboral. De alguna forma, ahí está la génesis de esa flotilla de pastabásicos y zombies que orbitan por las calles.
Desde ya que quienes más se perjudican con esta situación son los más pobres. Hay un dato explícito sobre esto: después de 15 años de gobiernos “de izquierda”, de discursos igualitaristas, los mejores centros de estudios públicos están todos en Pocitos. Y sin embargo, ante un tibio intento reformista sale una oposición radical y violenta, cuyo argumento central es una supuesta defensa de los humildes frente a la ofensiva neoliberal y capitalista. ¿No le suena raro? ¿Que pasaría si le preguntáramos a los más humildes qué quieren de la educación? Un spoiler, como dicen ahora. No bajaría un décimo la prepotencia antidemocrática de los opositores a los cambios.
Un tema que parece lejano, pero tiene vínculo. La muerte de la reina Isabel II fue una de las noticias más consumidas por los uruguayos. Si le muestro el salto en el tráfico de la web de El País esos días, quedaría pasmado. Pero no había enfriado el cuerpo de la pobre Elisabeth, cuando intelectuales y referentes “de izquierda”, salieron superados a mostrar su enojo porque la gente de a pie se interesara por eso. Postura que irradia un tufillo elitista no muy lejano al que vimos de Carlos III con su asistente. ¡Vamos! Que un prestigioso medio nacional prefirió poner a Manini Ríos (otra vez) en su portada antes que a la Reina. “Siempre junto al pueblo”, como dice el eslogan de Crónica.
A ver... este problema de “la izquierda” con la voluntad popular no es nuevo. Por algo en los países donde se han logrado imponer con cierta confianza, han impuesto “democracias diferentes”, donde el peso de la voluntad popular se ve muy diluido. Uno creería que con algunos resultados espantosos de esos experimentos, la gente que profesa estas ideas habría incorporado alguna lección superadora. Por lo visto, seguimos tropezando con la misma piedra.