Buen morir y morir libre

El debate público, a propósito de la ley de eutanasia, ha vuelto a tener la palabra “libertad” en el centro. Parece que muchos están de acuerdo en que morir bien es morir libre y que la libertad es una concepción suficientemente evidente para que al decir “morir libre” uno ya sepa de qué se trata. La persona elige, entonces es libre; si elige morir, lo hace libremente; si muere eligiendo, muere bien.

No me convence este recurso a la libertad. Asumimos que la libertad es autonomía y capacidad de elegir entre opciones diversas. ¿No estaremos confundiendo, al menos a veces, la autonomía con la lucidez, la decisión con el sentido, el tener opciones con la libertad?

Distinta es la libertad cuantitativa de la cualitativa. La primera, según Claus Dierksmaier, se mide por la cantidad de opciones que tiene un individuo para elegir, y la segunda se sostiene por la calidad moral y existencial de las opciones. Uno quisiera que fuera de Perogrullo afirmar que “no toda alternativa amplía la libertad”. Es decir, el hecho mismo de tener opciones no hace a la libertad. ¿O usted se imagina que, si le dieran a elegir entre pegarse un tiro en la sien y pegárselo en el corazón, sería libre solamente porque estaría en condiciones de elegir entre ambas?

Hay liberales, entre los que no me cuento, que pretenden sostener lo absoluto de la libertad en esta clase de posición radical. No me parece serio. No solamente hay decisiones que degradan la libertad humana, sino que, además, hay experiencias y circunstancias que en abstracto parecen justificar que se predique de ellas “libertad” y están lejos de ser así. Una sociedad que ofrece la muerte sin garantizar compañía, cuidados y consuelo no amplía la libertad del sufriente.

Me parece que ahí la libertad no es mucho más que un artificio… quizá jurídico, procedimental o formal.

Pero la distinción de Dierksmaier no es suficiente sin tener presente lo que Søren Kierkegaard -el más lúcido entre los hombres de la libertad- comprendió con insuperada radicalidad: el libre albedrío no es la libertad. Uno puede tener múltiples opciones, un harén de alternativas, con la capacidad efectiva para elegir entre ellas, y sin embargo ser menos libre que el gato de Schrödinger en su caja.

La libertad, en cambio, tiene más que ver con la posibilidad de reconciliarse consigo mismo en la verdad. Kierkegaard describe al desesperado como aquel que quiere deshacerse de su yo, dejar de ser, suprimirse. Puede hacerlo, sin duda. Quiero decir, tiene la capacidad de hacerlo, puede formar intenciones, órdenes volitivos que lo orienten hacia ello. El desesperado, en todo caso, no quiere su yo como está dado en la desesperación. Pero la desesperación toma al yo completamente hasta el punto de que el yo es la desesperación misma.

El desesperado pierde su libertad, pero no la capacidad de elegir entre alternativas.

La ley de eutanasia asume que toda decisión autónoma es libre. Le dice al paciente que puede elegir morir y se da por satisfecha por haberle introducido una alternativa que antes no estaba. Habría que preguntarse si esto no es, en realidad, establecer la desesperación como criterio jurídico.

Más aún: ¿no se está legislando la desesperación y no la libertad? La desesperación toma por entero a la persona, le quita la posibilidad, reduce su yo a la elección sin libertad. Piénselo así: usted, cuando camina por la calle sufriendo por alguna circunstancia vital, quizá diciéndose, en desesperación, que querría no ser ese yo que sufre, ¿acaso no tiene la capacidad de elegir entre trabajar o quedarse en casa, acercarse a sus amigos o tirarse en la cama a quemar las horas del día? Se ve que libertad y libre albedrío no son idénticos.

El libre albedrío también existe en la desesperación. El error de la ley de eutanasia con respecto de la libertad no es de compasión. Es, más bien, de antropología: la libertad tiene más que ver con el bien y la verdad que con la satisfacción del deseo o la realización de la capacidad de elegir.

Cuando el Estado se limita a garantizar el cumplimiento de una voluntad (desesperada) sin preguntarse por las condiciones que la hacen posible, su responsabilidad moral es al menos dudosa. Se entiende porque el Estado es la Abstracción que se ocupa de las abstracciones. Por eso sostenemos el equívoco de que ampliar derechos equivale a ampliar la libertad.

No toda expansión jurídica es un progreso humano ni mucho menos una consolidación de la libertad. Hay derechos que emancipan y otros que resguardan un vacío.

La libertad no se mide, punto final. El libre albedrío tendrá su correlato en permisos y procedimientos garantizables para obtener las alternativas escogidas, pero la libertad no se amplía con leyes. Quizá la pregunta no sea si el individuo puede elegir morir, sino si la elección constituye un acto libre cuando surge de la renuncia total a sí mismo.

Permítaseme dudar de que ofrecer alternativas sea suficiente. Sin sentido, sin acompañamiento, sin cuidados, no se da libertad tanto como un procedimiento. No me gusta la burocracia, menos la de la muerte. Llamando libertad a la desesperación creemos que ofrecer la posibilidad de morir es un gesto emancipador y corremos el riesgo de confundir la validación de una voluntad con el rostro completo de la libertad.

Morir bien no es, simplemente, morir eligiendo el final; conjeturo que está más cerca de morir sin que la desesperación haya suplantado la libertad. Vade retro, Senatus.

*Director de Licenciatura en Filosofía UC.

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