Se lee en varios afiches: “El Batllismo está en el Frente Amplio”. Algunos hasta con José Batlle y Ordóñez en un retrato tan desvaído como falsa es la identificación invocada.
Se lee en varios afiches: “El Batllismo está en el Frente Amplio”. Algunos hasta con José Batlle y Ordóñez en un retrato tan desvaído como falsa es la identificación invocada.
Aclaremos: el Batllismo no tiene en 2014 las fronteras abruptas que lo definieron un siglo atrás. Construido por las iniciativas defendidas acremente por su fundador y sus inmediatos —Domingo Arena a la cabeza—, gran parte de su acervo ya no está en polémica. Se ha trasfundido al alma colectiva de la República, que abraza el valor positivo de la separación del Estado y la Iglesia, la laicidad en la educación, el divorcio, el patrimonio industrial y comercial del Estado, los derechos de los trabajadores y el apoyo a los débiles.
Además, la historia hizo su obra, tanto en los hechos como en el pensamiento que los mueve. La historia, sí, mostró que los logros de los gobiernos batllistas contaron muchas veces con votos antibatllistas: blancos —nacionalistas como se decía con altivez—, colorados, cívicos y socialistas. Evidenció que si la convivencia es realmente liberal, las convicciones personales pasan al frente, las coincidencias razonables atraviesan los partidos, las clasificaciones esfuman sus contornos y los tabiques caen. Limó lo áspero. Y en hora aciaga nos enseñó a todos que fue pecado de soberbia creer que ciertos males no eran para el Uruguay.
Abiertos al mundo, los gobiernos batllistas de fin del siglo pasado se manejaron con las visiones constitucionalistas de Justino Aréchaga y Aníbal Barbagelata y las miradas sociológicas —nada ajenas a Sorokin— de Enrique Iglesias, Isaac Ganon y Aldo Solari. Sanguinetti reconstruyó vigoroso el diálogo ateniense y a Jorge Batlle con Atchugarry y Alfie les tocó reconstruir la economía tras la crisis de 2002, entregando 2 años después las cuentas en orden y el país en crecimiento, lo que fue expresamente reconocido por Astori al aplaudir a Steneri en la presentación de su libro “Al borde del abismo”.
Ahora bien. El largo siglo de resurrecciones del Batllismo se marcó por principios tajantes: el Estado sometido al Derecho; la sensibilidad humanista gobernando las pasiones; la razón ordenando los intereses corporativos; el amor a la justicia y la libertad; la condena a la guerra de clases.
Por eso, quienes creen que la política está por encima del Derecho, quienes no levantan ideales y en plena crisis educativa acompañan y festejan oratorias de letrina, quienes siembran el resentimiento y promueven pertenencias apáticas, quienes ahogan el pensar libre en una guerra de clases suicida, ¡no tienen nada que ver con la esencia del Batllismo, ni —seamos justos— con las tradiciones saravistas, herreristas y frugonistas cuyos ecos también invoca el continuismo para enganchar votos!
Cuestión de marketing electoral: el fraude ya no trampea las urnas sino el programa. La explotación de tradiciones ajenas indigna pero no sorprende.
La despliegan los mismos que, llamando cipayos y vendepatrias a sus adversarios, se encaramaron en el gobierno sobre votos izquierdistas y enseguida corrieron a buscar inversores de su condenado imperialismo yanqui, entregándose subyugados por el aroma íntimo del Salón Oval y prestándose solícitos para que Guantánamo termine sin juicio a nadie: ni a los presos administrativos ni a los carceleros ni al Presidente Obama que, a su vez, prometió cerrar ese horror abiertamente contrario a los derechos humanos… y tampoco cumplió.