Se dice que los blancos, eternos perdedores de elecciones nacionales, son buenos en el ejercicio de la oposición, ya que ese ha sido casi siempre su lugar político.
Se trata de una apreciación equivocada. Durante todo el siglo XX los blancos fueron opositores sí, pero al Partido Colorado, es decir, a un adversario que no los tenía por enemigo y con el que tempranamente encontraron un modus vivendi hecho de coparticipación en el poder. En este siglo XXI la cosa es diferente. Las sucesivas derrotas del Partido Nacional (PN) -sobre un total de nueve elecciones sólo hubo un único triunfo de Lacalle Pou, no del PN, en el balotaje de 2019-, que lo sitúan en un lugar claramente subordinado, se asientan sobre una actitud opositora tan natural como torpe.
En efecto, el problema es que los blancos no asumen que su contraparte, es decir el Frente Amplio (FA), define la escena política en torno a la confrontación amigo-enemigo. A partir de allí, si el FA está en el gobierno lo ejercerá de manera mayoritarista y legitimada por su mandato popular: fijará un rumbo propio y sin grandes concesiones a la otra parte del país. Y si le toca ser oposición, ella será radical: promoverá aglomeraciones en plena pandemia Covid o manifestaciones contra el Hospital del Cerro en plena ceremonia inaugural, por poner dos ejemplos que son tan inconcebibles como ciertos.
Ni un día de tregua jamás en nada: no votó la urgente salida legislativa durante la crisis de 2002; no se alineó en favor del gobierno en el inicio de la crisis argentina por Botnia; y no respaldó la política de apertura bilateral con China que buscaba flexibilizar el Mercosur en la administración Lacalle Pou, entre decenas de ejemplos posibles en estas dos décadas. Y nada de esto le hizo daño, ya que desde 1999 su mayoría es invariablemente superior al 40% de votos válidos.
El talante colaborador del PN hacia el gobierno del FA traiciona a su electorado. Brinda gobernabilidad cuando nadie del otro lado le pide eso y cuando, por acuerdos del FA con Cabildo Abierto, ella ni siquiera es parlamentariamente necesaria. Desdibuja así una dimensión clave del sistema democrático: la existencia de una alternativa real al rumbo oficialista.
En efecto, el pueblo votó por un partido que gobierna: el FA. Y a los blancos no les dijo que lo ayudaran por el bien del país. No vivimos un 1986 con su crisis militar, ni un 1972 con su crisis guerrillera, ni un 2002 con la suya económica: en estos tres casos los presidentes no contaban con mayoría parlamentaria partidista propia. Por el contrario, en 2024 el pueblo les dijo: quédense fuera del poder y sean una alternativa seria.
El PN no sabe ser oposición. Hay quienes siguen creyendo que algo similar al FA puede seducir mayorías, y hablan el jeringoso ellas y ellos y elles. Hay quienes se imbuyen de lo local y arreglan con el poder nacional: no hay ninguna discrepancia en juego con el FA, sólo matices en el reparto del botín estatal. Y hay quienes adhieren a creencias esotéricas: por ejemplo, símil de ejercicios de constelaciones familiares-partidistas para reparar enojos dirigentes, y ferviente fe en la vuelta del caudillo-mesías que todo lo resolverá (como si Lacalle Pou, solo, pudiera con todo). Ateos y racionales quedan así por fuera.