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Recuerda que morirás

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Ya se escribió demasiado sobre la vida, pasión y muerte de Diego Armando Maradona.

Y como pasa siempre en el país vecino, la telenovela sigue con acusaciones de negligencia médica, pedidos de exhumación para realizar exámenes de paternidad y el etcétera interminable de la tormenta mediática permanente que les caracteriza. No veo del caso opinar sobre el ídolo ni acerca de su vida personal, porque sería sumarme a ese circo multiforme, ruidoso y autocomplaciente. Dedicar saliva o tinta a criticar el comportamiento del prójimo es una operación bastante hipócrita: muchas veces trasluce la intención del opinante de sentirse superior o más puro que ese objeto de sus reproches.

Elijo enfocar el tema a partir de un hecho que puede considerarse nimio, pero que creo pone al descubierto una característica propia de la cultura argentina y tal vez rioplatense.

Me refiero a esos empleados de la empresa funeraria que se sacaron fotos con el cadáver del ídolo levantando el pulgar, una frivolidad que mereció la condena universal, desafiliaciones de un club deportivo y hasta amenazas de muerte.

Lo primero que esas curiosas conductas evidencia es la necesidad casi desesperada de espectacularización que mueve a las personas derrotadas por lo cotidiano. Un peluquero que corta el pelo a un famoso puede fotografiarse con él. Pero de ahí a que el funebrero que lo acondiciona en el ataúd haga lo mismo...

No es solo una falta de respeto al difunto, como tanto se ha insistido. Es presentar su muerte como una circunstancia festiva, que paradójicamente juega a negarla. Diego está muerto pero se saca una foto conmigo, o sea que sigue vivo. Se trata de una diversión macabra que podría compararse con antecedentes históricos de argentinos que han negado la muerte de sus héroes o intentado obviarla.

Sin duda el caso más emblemático es el del cuerpo de Eva Duarte de Perón, que fue embalsamado en 1952 a pedido de su marido por el anatomista español Pedro Ara Sarria. Hay una novela escalofriante de 1995 que recomiendo leer: Santa Evita de Tomás Eloy Martínez. Yo lo hice hace unos cuantos años y ese libro me dejó su aguijón clavado en la mente.

El gran escritor argentino mezcla realidad y ficción, narrando con crudeza la insólita travesía que debió emprender el cuerpo sin vida de Eva, desde su embalsamamiento hasta su secuestro de la sede de la CGT, cuando los militares golpistas desplazaron a Perón del poder.

Un curioso derrotero en que no faltó el obsesivo teniente coronel Carlos Moori Koenig, quien lo escondió y prácticamente se lo apropió como un fetiche.

Para complicarla aún más, Infobae acaba de divulgar en los últimos días una filmación del estado en que estaba el cuerpo cuando fue devuelto a Perón, a su regreso del exilio, en 1971.

Las imágenes son perturbadoras y más aún los testimonios de testigos presenciales del hecho, que cuentan como Isabel Martínez, la nueva esposa del líder, trató de componer el rostro y el cabello de la occisa, que habían sido golpeados con objetos contundentes.

Debe mencionarse, además, que en 1974, los montoneros secuestraron el cadáver del militar golpista Pedro Eugenio Aramburu, asesinado por ellos cuatro años antes. Y otro desvarío del mismo estilo ocurrió una década más tarde, cuando la tumba del propio general Perón fue profanada en 1987 para cortar y hurtarle ambas manos.

Sobre estos asuntos hay una valiosa película del realizador Pablo Agüero, que se titula Eva no duerme y enlaza las historias del embalsamador y el secuestrador del cuerpo de Evita, con la del mismo delito sobre el cadáver de Aramburu.

¿Qué pasa por la mente de las personas que manifiestan este apego enfermizo, necrofílico, por restos mortuorios?

“Memento mori” (recuerda que morirás) susurraba un esclavo al oído del general romano que retornaba cargado de honores por sus victorias bélicas.

La advertencia era solo para evitar que se envaneciera, para que no sobreestimara su éxito y comprendiera que él solo era un simple mortal a quien también llegaría su hora.

Con el tiempo, esa locución latina devino en tópico del arte universal, llevando a los artistas visuales a incluir calaveras o frutas podridas en sus bodegones, o a pintar danzas macabras en que la Muerte se llevaba de la mano a ricos y pobres, justos y malvados, religiosos y ateos. (¡Cómo olvidar el poético final de El séptimo sello de Ingmar Bergman!)

Es la contracara siniestra del luminoso “Carpe diem”, (aprovecha el día) pero conduce a la misma conclusión trágica: la vida se termina inexorablemente y el cuerpo con que fugazmente la gozamos se extinguirá para siempre.

El fetichismo con un cadáver, ya sea embalsamando uno para exhibirlo, como posando con otro para la foto, da cuenta del inocultable horror humano ante lo desconocido y la necesidad imperiosa de aferrarse a lo efímero en lugar de trascender hacia lo permanente.

Si es que hay algo permanente en esta extraña vida.

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