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Un peleador genial

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Mañana, 11 de marzo, Astor Piazzolla cumpliría 100 años. Casi desisto de escribir sobre él, tras leer la excelente nota que le dedicó Irene Amuchástegui en el suplemento cultural de este diario, el domingo pasado.

Pero no puedo evitarlo: en lugar de informar sobre el compositor argentino más grande de todos los tiempos, trataré de rescatar vivencias de su vida y obra que marcaron mi sensibilidad de manera indeleble.

El gran Fernando Cabrera le dedicó una de sus mejores canciones. En “La Balada de Astor Piazzolla” dice maravillosamente: Un peleador se la está jugando en una clínica de París / Su bandoneón aligeró los tangos de las rutinas de su país”.

Es una síntesis perfecta de la doble condición de Piazzolla: un gran renovador de la música rioplatense, que integra con calidad única lo popular y lo académico, y a la vez un hombre que peleó durante toda su vida: por crecer en contextos conflictivos, por mantener a su familia sin traicionar su vocación, por defender su arte en un ámbito cultural dogmático y hasta por su propia vida, combatiendo a la muerte durante dos largos años, luego de haber sufrido un derrame cerebral en la capital francesa.

Hay un par de referencias biográficas fundamentales para entender a este peleador genial: el libro Astor escrito por su hija Diana, y el reciente documental Piazzolla: los años del tiburón, dirigido por Daniel Rosenfeld.

Puede ser interesante entresacar algunos datos anecdóticos que explican su singularidad. Por ejemplo, lo que le hacían sus maestras religiosas en un colegio de New York, la ciudad donde pasó buena parte de su infancia: le ataban la mano izquierda, para obligarlo a escribir y dibujar con la derecha, a pesar de que era zurdo. Ya en esa infamia estaba prefigurada la presión social que recibiría a lo largo de su vida para alejarlo de su propia identidad creativa y obligarlo infructuosamente a unirse al rebaño.

El amor por su padre Vicente, el famoso Nonino cuya muerte inspira una de sus composiciones más emotivas. Tan terco como Astor, fue Nonino el que insistió desde el principio en que su hijo debía ser músico. Fue él quien le regaló el primer bandoneón y lo empujó a tomar clases. Fue él quien lo envió a conocer a Gardel, cuando este visitaba New York. Increíblemente también fue él quien rechazó la propuesta de Gardel de llevarse a un Astor adolescente de gira por toda América Latina y con eso le salvó la vida: porque en esa gira acaeció el accidente aéreo de Medellín, que mató al popular cantante con todos sus músicos.

En el documental de Rosenfeld, se escucha la grabación de la llamada telefónica de Astor a un crítico de la época, que se reía del Octeto Piazzolla y pontificaba lo de siempre, que “eso no era tango”. Es muy gracioso escuchar como el músico lo increpa duramente e incluso lo amenaza con que irá a la salida de la radio a agarrarlo a trompadas. Habría que ver ahora quién se acuerda de ese oscuro comentarista, en comparación con la consagración mundial del compositor que él despreciaba.

Otra vivencia reveladora que relata su hijo Daniel fue cuando, de vuelta en New York con su esposa e hijos, Astor se siente obligado a trabajar en un banco, porque su música no despegaba ni allí ni en su país. Se pone traje y corbata y se dirige al yugo... pero vuelve a casa y dice a los suyos, desconsolado, que no tuvo agallas para dar el paso. Lejos de alarmarse, Dedé, Daniel y Diana festejan la decisión: valía la pena seguir luchando por su vocación verdadera.

Tuve el extraño privilegio de escuchar algunas veces a Piazzolla en vivo: en aquella memorable Suite Punta del Este que estrenó en la Catedral de Maldonado en 1980, y nada menos que en la cancha del Club Atenas. Ahí me senté en primera fila, a escasos metros del maestro. Tocando muy concentrado la melodía de Adiós Nonino, lo vi llorar.

En otra ocasión, recuerdo que yo manejaba un auto por una ciudad del interior, en una tarde triste, bajo la lluvia. Manoteé uno de aquellos viejos “casettes” de Piazzolla que tenía en la guantera y puse play: sentí algo extraño, que la música que escuchaba se correspondía milagrosamente con el paisaje que miraba a través del parabrisas. Era como la banda sonora exacta de una tarde de lluvia en una ciudad gris. Paré para leer cómo se titulaba el tema: era Llueve sobre Santiago…

Siempre me ha resultado difícil evitar conmoverme cuando escucho Oblivion, o la voz cascada de Roberto Goyeneche desgranando los sublimes versos de Ferrer en El gordo triste. O el saxo de Gerry Mulligan en Años de soledad. O Fuga y misterio que borra las barreras que separan al tango de la compleja perfección de Bach.

“Astor es muy auténtico en esa obcecada búsqueda de lo desconocido, que es la locura bellísima de todo artista de raza”, dijo sobre él una vez su amigo, nuestro gran Horacio Ferrer.

Es el demiurgo de una música que conmueve hasta lo más hondo y un inmenso ejemplo de vida: el de la voluntad inquebrantable de defender lo que nos sale del alma, de luchar siempre por el respeto a la voz propia, aunque vaya contra el mundo. Pelear a muerte contra el confort mediocre, siempre.

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