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Auge y caída del humor político

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Ahora es una murga haciendo un chiste sobre la muerte de Jorge Larrañaga. Ayer fue otra agrupación carnavalera que se mofaba de la viuda de Jorge Batlle.

Hay que empezar por el principio: nadie, absolutamente nadie tiene derecho a limitar la libertad creativa de un artista, en la medida en que este no incurra en un delito. Y hacer chistes malos o insultantes no entra, hasta donde yo sé, en ninguna tipificación legal: si se sancionara la afectación al honor personal, las redes sociales estarían (felizmente) abolidas. Y tiene su lógica, porque la calidad o no de un guion, su buen, mal o peor gusto, son valores subjetivos, que tienen que ver con el contexto cultural de quien lo formula y quien lo recibe. Chistes ordinarios hubo y habrá a lo largo de toda la historia del arte y la literatura, desde Aristófanes hasta los Monty Python.

No existe una línea divisoria que delimite lo que está bien de lo que está mal. Más aún: si algo caracteriza la evolución del arte es una dialéctica generacional, de sucesivas rebeliones y parricidios, donde las academias rechazan y excomulgan a quienes transgreden las reglas impuestas por ellas, y los transgresores terminan conformando una nueva academia que se rehusará a aceptar futuras rupturas a las suyas.

Se me dirá que en los casos mencionados no hay mucha transgresión ni ruptura que digamos. Es cierto. Asistió la razón al músico y columnista Fernando Santullo, cuando comentó antenoche en el programa Todas las voces de Canal 4, que el chiste sobre Larrañaga revelaba un conservadurismo “victoriano”, más propio, agrego yo, de un chusmerío berreta que de un talante contestatario. Pero en última instancia, la percepción de calidad corre por cuenta de cada espectador. Confieso que me provocó cierto alivio leer que uno de los responsables de la murga expresó su voluntad de pedir disculpas a la familia del exministro. Pero tampoco compro la idea de que esa buena actitud excuse la liviandad de un chiste que debió haber sido escrito, releído, memorizado y largamente ensayado, sin que nadie tomara conciencia de su guarangada.

El resto lo hizo la lucha en el barro de las redes, con trolls de un lado y del otro que se pegan con saña, como si un chiste torpe del que alguien se arrepiente pudiera dar pie a un profundo debate ideológico.

Uruguay es un país de grandes humoristas. Pienso en Peloduro, Wimpi, Juceca, los Lobizones, Jébele Sand, Imilce Viñas, Ricardo Espalter, Fernando Schmidt. Pienso también en las comedias delirantes de Luis Novas Terra, Ana Magnabosco y Dino Armas. Hay una tradición que viene desde la revista Lunes y sigue con El dedo, Guambia, las Noticias Cantadas de Denevi y el Chicho, de la dupla Almada-Frade, que no le teme al humor político y lo practica con inteligencia y un rigor iconoclasta, ajeno a cualquier compromiso con partidos e ideologías. No se puede decir lo mismo de algunas agrupaciones de carnaval (no son todas, por supuesto), que con sus parodias flechadas se transforman en panfletos previsibles y, en última instancia, reaccionarios. Si algo tuvo de útil el mal chiste de Cayó la cabra, fue que puso de manifiesto el espíritu sectario de esta y otras murgas, que se solazan en dirigirse a un público cómplice al que reafirman en su ideario de manual, mientras ahuyentan a quien con todo derecho piensa diferente.

Un amigo que integraba una de estas murgas compañeras me contaba una anécdota significativa. Procurando criticar parejo para todos lados, habían creado un cuplé donde se mofaban de dirigentes del Frente Amplio, durante el ciclo en que gobernó la izquierda. Era tal la silbatina que recibían en algunos escenarios cuando cantaban esa parte, que decidieron retirarla del repertorio. Otra de estas agrupaciones se burlaba del modo de hablar de Mujica, presentando una escena en que le enseñaban que no se debía decir “puédamos”. Cuando el espectador creía que había llegado la objetividad al humor murguero, de golpe en ese mismo espectáculo aparecía un cabezudo con las facciones de Lacalle Herrera y todos los componentes terminaban ahuyentándolo y eligiendo al Pepe porque, aunque hablara mal, era pueblo.

Está bien, están en todo su derecho de hacer propaganda si tienen público que la festeja. Pero sería bueno que no se ofendieran si hay otro público que se indigna y les da la espalda, harto de esa manipulación intencionadamente gramsciana en una fiesta que, en otros tiempos, supo ser verdaderamente satírica y transgresora, en lugar de lo que hoy algunos quieren que sea: burdo engranaje de campaña electoral.

Nadie los va a censurar, pero bánquense la indignación de quienes no comulgan con ustedes.

Visto a la distancia, el escándalo de Cayó la cabra fue positivo. Porque los detractores de la LUC ya cuentan con la prédica de las murgas más populares como herramienta de su estrategia persuasiva y, con esto, logran transparentar lo que hasta ahora se apañaba en la inocencia del “ingenio popular”.

Cruzaron el Rubicón de la pérdida de credibilidad.

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