Hoy hay que reconocer que nunca asumimos con claridad la verdadera gravedad de la situación de inseguridad que heredamos en 2020.
Casi nadie que resida en los barrios de clases medias y acomodadas de la capital, y nadie de la inmensa mayoría de la gente que vive en el Interior, creerá que aquí estábamos al borde de una guerra civil. Que la situación estaba muy mal, sí: cuando, por ejemplo, en 2018 fueron cerca de 400 rapiñas las denunciadas en Pocitos, y otras 400 más las ocurridas en Malvín. También, cuando se supo que los homicidios en Canelones habían pasado de 26 a 51 entre 2017 y 2018; o cuando se hizo evidente la gravedad de la situación incluso en Maldonado, ya que las rapiñas habían pasado allí de menos de 300 a más de 550 en 2018.
Pero es cierto que para afirmar que se estaba al borde de una guerra civil se precisa más que todo eso. El problema es que la socialización hecha de burbujas autónomas y fragmentaciones territoriales que vivimos hace décadas, nos oculta la realidad. Y la verdad es que la explosiva anomia social, sobre todo verificada en ciertas zonas periféricas de la capital, fue creciendo de tal modo que, sin duda, no es una exageración hablar de zonas de casi guerra civil hacia finales de la década de 2010.
En efecto, fue por esos años que se extendieron, por ejemplo, las prácticas de grupos armados que por medio de violencias y amenazas echaban a las gentes de sus casas, de forma de apropiarse de esas residencias como bases de operaciones delictivas. También, fue en 2018 que 201 homicidios quedaron impunes, y que en la capital las rapiñas superaron las 23.400, con más de la mitad del total concentradas en los barrios populares. Y fue por ese entonces que, si se tomaban los datos de los asesinados por zonas de Montevideo, la región oeste presentaba tasas de homicidios de tipo centroamericanas.
El oficialismo nunca dijo claramente que heredó un país al borde de la guerra civil.
A eso hay que sumar que la policía ya no entraba a ciertos barrios, o que si lo intentaba era repelida con violencia por parte de grupos armados que permanecían impunes. Surgieron bandas de narcotraficantes que, en base a balazos y asesinatos, terminaron imponiendo sus mandatos de silencios y sus códigos mafiosos que, naturalmente, liquidaron el estado de derecho. Los más perjudicados siempre fueron los más débiles: por ejemplo, mujeres con hijos pequeños que debían irse de sus casas y barrios, y para las cuales la protección estatal era casi inexistente.
Desde 2020 no hay un índice de seguridad que no haya mejorado. Sin embargo, en su momento la Coalición Republicana no llamó a las cosas por su nombre, es decir, no insistió ante la opinión pública en que estaba recibiendo un país con zonas dominadas por grupos fuertemente armados y rivales, vinculados al narcotráfico, capaces de perpetrar asesinatos horribles -cuerpos descuartizados y con signos de haber sufrido torturas, por ejemplo-, y que por lo tanto nuestra vieja convivencia social pacífica, sobre todo en la periferia de Montevideo, se había transformado en una quimera.
Hoy la izquierda pretende dar lecciones sobre inseguridad. Si ese zurdo cinismo encuentra algún eco genuino en la opinión, es sobre todo porque desde 2020 el oficialismo nunca dijo claramente que heredó un país al borde de la guerra civil.