Uno no valora cabalmente a ciertas personas importantes para su vida, hasta que las pierde. La pertinente repercusión mediática que tuvo la partida de Cacho de la Cruz me hizo darme cuenta de esto: hasta qué punto la peripecia vital del querido comediante estuvo unida a mi vida, mi educación, mi crecimiento, mis valores. Hasta qué punto influyó en las de varias generaciones de uruguayos.
No me propongo en esta nota abundar sobre él, de quien mucho y muy bueno se ha dicho en los últimos días. Prefiero asirme de algo que declaró hace un par de años a la periodista de El Observador Carla Colman, para reflexionar sobre un Uruguay que se fue: “A mí me enseñaron que la televisión era un privilegio, que tenías la llave de todas las casas y te dejaban entrar. Vos no le podías faltar el respeto a la gente”.
Es posible que quien le dijo eso haya sido el ingeniero Horacio Scheck, un hombre excepcional que timoneó al Canal 12 durante décadas con buen gusto y una mirada popular pero no populista.
En el hermoso libro editado por el canal con motivo de su 50 aniversario, que coordinó Eugenio Restano y redactaron Lucía Masci y Rodrigo Ros, se da cuenta de aquel 2 de mayo de 1962 en que se inauguró el estudio de la calle Enrique Compte y Riqué, donde se presentaron “jóvenes talentos” como Cacho de la Cruz, Ricardo Espalter, Enrique Almada, Eduardo D’Angelo, Raimundo Soto y Jorge Denevi. También se registra el ciclo Escenario 12, producido en 1964 y 1965, donde actores teatrales como Estela Castro, Dahd Sfeir, Nelly Goitiño, Armando Halty, Juan Manuel Tenuta y Dumas Lerena, dirigidos por José María Voiro y Elena Zuasti, versionaron para televisión más de 40 clásicos del teatro y la literatura universal: entre otros, Romeo y Julieta, Sin novedad en el frente, El Diario de Ana Frank y El Cid. Es famosa la anécdota del inolvidable Juan Jones interpretando a Calígula, bajando las escalinatas del Palacio Legislativo.
Luego vendría Discodromo. Allí Rubén Castillo literalmente lanzó y promovió toda una generación brillante de la música nacional: Hugo y Osvaldo Fattoruso, Dianne Denoir, Dino, Tabaré Etcheverry, Santiago Chalar, Horacio Buscaglia, Urbano Moraes, Chichito Cabral, Eduardo Mateo, el Sabalero, Federico García Vigil, Vera Sienra, Washington Carrasco, Ruben Rada…
En el mismo libro aparece una foto, que supe ver encuadrada en la antesala de la dirección del canal, donde posan sonrientes los “7 de oro” de un legendario programa especial emitido en 1971: son Eduardo Freda, Rubén Castillo, Alejandro Trotta, Miriam Mera, Nelson Maiorano, Leonel Tuana y Cacho de la Cruz.
Los Lobizones Daniel y Jorge Scheck, junto al gran Jorge Denevi, instalaron un humor con perfil propio que conquistó la Argentina. Al impacto popular de El show del mediodía, Cacho incorporó el luminoso riesgo de las Telecachadas, que se servían de la nueva tecnología del chroma key para llevar el humor a nuevas cumbres de experimentación formal.
No compraban formatos. Los inventaban. No invertían grandes recursos. Eran creativos. Amaban lo que hacían. Se divertían y les encantaba divertir a la gente.
A ellos, vos y yo, les dimos las llaves de nuestras casas para que entraran todas las noches, y vaya si nos enriquecieron intelectual y sensiblemente.
La televisión uruguaya en buena medida mantiene el aura de aquellos precursores, si bien la dictadura del rating hace menos frecuentes sus apuestas culturales. No caeré en el conservadurismo fácil de denostar el presente confrontándolo con un pasado glorioso. Pero es evidente que la revolución tinelliana de los años 90 aflojó la autoexigencia.
Con la misma fuerza con que el talento uruguayo había sabido exportar humor a la Argentina, ciertas terrajadas de Tinelli impactaron en nuestro público a partir de esa década. El tipo cortaba polleritas de vedettes con una tijera y las colgaba como botines de guerra. Hacía jugar al fútbol a enanos sobre una pista de hielo y se mataba de risa cada vez que se daban porrazos. De pronto descubrimos que le habíamos dado la llave de nuestra casa a lo más chabacano, grosero y deleznable. El récord se lo llevó el hoy reciclado Mario Pergolini quien, en su juventud, llegó a emitir una cámara oculta en la que una actriz seducía a un modesto repartidor de helados, exponiéndolo al peor de los ridículos. O el bochornoso Jorge Rial, que hizo presenciar en vivo a un cirujano plástico la cámara oculta que le habían hecho, donde pedía favores sexuales a una mujer trans. Por suerte esos excesos se han atenuado en estos tiempos de corrección política y la TV uruguaya sigue dando muestras de respeto, salvo escasas excepciones.
No digamos que todo tiempo pasado fue mejor. Pero admitamos, sí, que cuando el querido Cacho de la Cruz protestaba ante ciertas porteñadas que veía por TV en sus últimos años, tenía razón. El mejor homenaje que podemos hacerle es trabajar para recuperar algo de aquellos esplendores.