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El santo gaucho

En el Centenario, bajo la lluvia y con una multitud: así fue la beatificación de Jacinto Vera

Así fue la beatificación de Jacinto Vera, el beato que marcó la historia del Uruguay.

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Así fue la beatificación de Jacinto Vera.
Así fue la beatificación de Jacinto Vera.
Foto: Juan Manuel Ramos.

Por Soledad Gago
Habrá un momento, cerca de las seis de la tarde, que lo resumirá todo. Después de que los sacerdotes den la comunión por distintas partes de la tribuna Olímpica del Estadio Centenario, el coro -vestidos de negro, a la izquierda del escenario que también funciona como templo- cantará una canción, Alma misionera, y hará que todo explote.

Porque cuando ellos digan “llévame donde los hombres necesiten tus palabras, necesiten mis ganas de vivir”, de pronto, las más de 15.000 personas que llegaron a celebrar la beatificación de Jacinto Vera se pondrán de pie, cantarán con toda la voz, sacudirán banderas y carteles, encenderán los flashes de sus celulares, moverán los brazos y se abrazarán y bailarán y seguirán cantando “donde falte la esperanza, donde todo sea triste”, como si esa canción fuese un hit, un himno, una forma de reconocerse como parte de algo mayor.

Si se pudiera reducir lo que sucedió en la tarde de ayer en el Estadio Centenario habría que volver a esa escena, habría que escuchar esa canción, habría que decir que se trató de algo muy parecido a una fiesta.

Eran cerca de las dos y media de la tarde del sábado 6 de mayo y la tribuna Olímpica del Centenario era el anuncio de algo importante. Las personas llegaban de a varias, buscaban los lugares vacíos, colgaban sus banderas con nombres de iglesias, de congregaciones, de departamentos y ciudades.

Desde un escenario alguien cantaba “tan cierto como el aire que respiro, tan cierto como la mañana se levanta”, acompañado por una banda. De fondo, un crucifijo sobre una tela beige, dos telas rojas a los costados, un par de plantas, una pantalla que decía Jacinto Vera.

En otro lugar, a los pies de la tribuna Amsterdam, un sacerdote puso una mano sobre la cabeza del hombre, sentado en una silla frente a él. El hombre cerró los ojos por unos segundos. Hicieron juntos la señal de la cruz y se saludaron. Alrededor había más de 20 sacerdotes como él: vestidos de blanco, sentados en unas sillas rojas, escuchaban y susurraban a las personas que se acercaban a confesarse. Delante de ellos, una chica indicaba con un cartel: “Confesiones”.

Mientras, en el escenario alguien le dedicaba una canción a Jacinto Vera. Decía: “Recorriste los rincones de la patria dando la vida por tus ovejas. Partiste al cielo con forma de santidad”. Todo, ayer, se trató sobre él, el primer obispo del país, el hombre que organizó y estructuró a la iglesia católica después de la independencia del Uruguay, el sacerdote que se subió a un caballo y cruzó montes y ríos para llevar la fe a todas las personas, el que estuvo siempre al lado de los más necesitados. Jacinto Vera, el hombre al que llamaban santo.

El cielo estaba gris, indescifrable. Cada tanto caía una lluvia fina que no parecía molestar a nadie. Los paraguas se abrían amontonados y cubrían toda la tribuna. Alguien desde el escenario dijo que el agua era una bendición y un grupo de personas, desde el medio mismo de la Olímpica, empezó a cantar, sacudiendo los paraguas, revoleando camperas: “Y ya lo ves, y la ya lo ves, Jacinto Vera beato es”.

A la ceremonia asistieron autoridades de todos los partidos. Luis Lacalle Pou, Álvaro Delgado, Rodrigo Goñi y Beatriz Argimón que dijo a El País: “Vine a acompañar a una comunidad que homenajea a un sacerdote comprometido con su gente y con su pueblo. Está bueno acompañar este reconocimiento histórico. Jacinto tiene para enseñarnos el haber estado siempre al lado de los más vulnerables”.

También estaban Pedro Bordaberry, José Mujica y Lucía Topolansky, Guido Manini Ríos, entre otros.

En declaraciones con la prensa, Mujica dijo: “Vine porque tuve una madre muy católica, porque soy latinoamericano. Todas las religiones de este país merecen respeto”.

Por su parte, el senador Manini Ríos, que no se acercó a dialogar con el presidente Lacalle, dijo, consultado por la prensa, que no era una oportunidad para hablar de política - refiriéndose a la renuncia de la ministra de Vivienda, Irene Moreira- y destacó la figura del primer obispo del Uruguay.

Unos minutos después de las cuatro de la tarde la Tribuna Olímpica estaba repleta. Había gente de los 19 departamentos del país. Entre la lluvia y las nubes, las personas hicieron una ola, volvieron a repetirla, festejaron. Este podría haber sido el inicio de un partido de fútbol cualquiera en un día cualquiera. Pero entonces, los parlantes anunciaron el comienzo de la misa y, con ella, la beatificación oficial de Jacinto Vera.

Lo primero fue rezar el rosario. Un sacerdote, el padre Marcelo, decía desde el escenario “Dios te salve María llena era de gracia el señor es contigo, bendita tu eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús”. Y la multitud repetía a coro “Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y así una y otra vez. Los rezos, en la voz de más de 15.000 personas, suenan como si vinieran desde adentro de un pozo, dejan un eco, resuenan.

En la platea, a la derecha del escenario, estaba sentado un grupo de más de 50 sacerdotes de todo el país. Todos vestían de blanco y llevaban una estola con la imagen de Jacinto Vera. Al escenario, que para la misa se transformó en un presbiterio, subieron más de 20 celebrantes, entre ellos, el cardenal Paulo Cezar Costa, arzobispo de Brasilia y legado pontificio del Papa Francisco para la celebración de la eucaristía y el rito de la beatificación, el cardenal Daniel Sturla, arzobispo de Montevideo, el cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires, entre otros.

En medio de la celebración, desde el fondo del escenario, se descubrió una imagen gigante de Jacinto Vera. Alguien leyó una breve biografía del beato. Dijo que nació el 3 de julio de 1813 arriba de un barco, que se bautizó en la Catedral de Florianópolis, que luego llegó con su familia a Uruguay y que vivió entre Maldonado y Canelones. Que descubrió la vocación eclesiástica muy temprano y se fue a formar al colegio de los jesuitas en Buenos Aires porque en el país no había formación para sacerdotes. Que celebró su primera misa a los 28 años. Que a su regreso a Uruguay fue nombrado como vicario apostólico y que, después, aun cuando la diócesis de Montevideo no había sido reconocida como tal, el Papa lo designó como obispo y fue el primero del país. Que intentó conciliar las diferencias de la Guerra Grande, que fue un hombre respetado y querido por todos.

“Hay un antes y un después en la historia de la iglesia en Uruguay con la figura de Jacinto Vera”, dijo Daniel Sturla.

Es que, en un momento en el que la iglesia era una institución débil, golpeada por las batallas de la independencia y las posteriores guerras civiles, y estaba unida al Estado, el obispo defendió siempre sus derechos, aun cuando defender a la iglesia le significó el destierro durante casi un año.

Todas las personas que hablan sobre Jacinto Vera repiten algunas escenas, utilizan, más o menos, las mismas imágenes. Cuentan cómo, una vez, se sacó su propia ropa para dársela a alguien que no tenía. O cómo llegó a lugares de Uruguay a los que nunca antes había llegado la fe. O cómo, mientras recorría el país a caballo, se le acercaban de a miles. Hablan de su simpatía y de su sentido del humor, de sus bromas, de sus amigos. Repiten aquellas palabras de Juan Zorrilla de San Martín en su sepelio, después de que muriera en Pan de Azúcar en una misión -“Las lágrimas en este momento inundan mi alma y el alma del pueblo uruguayo, enlutado y consternado, padre, maestro, amigo. Señores, hermanos, pueblo uruguayo, el santo ha muerto” - y, sobre todo, repiten esto: que mientras vivió, Jacinto Vera fue un santo.

El término beato, del latín beautes, quiere decir feliz o bienaventurado. Para la iglesia católica los beatos son, entonces, bienaventurados: personas que, una vez difuntas, gozan de la gloria de Dios en el cielo. Además, se les puede rendir culto público y son capaces de interceder en favor de personas que rezan en su nombre. Para que alguien sea nombrado como beato el Papa tiene que reconocerle un milagro.

El de Jacinto Vera consistió en la sanación completa de una niña que estaba al borde de la muerte por una infección (ver recuadro). Sucedió en 1936 y ni médicos de la época ni las investigaciones posteriores encontraron una respuesta científica a lo que había sucedido.

Ayer, en medio de la celebración, dos familiares de la niña, que murió finalmente a los 89 años, subieron al altar un relicario que contenía un hueso de Jacinto Vera. Fue puesto junto a la imagen de una virgen que había pertenecido a él.

En el momento de la eucaristía, mientras el cardenal Paulo Cezar Costa decía “Tomen y coman todos de él, porque este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros”, el Centenario se quedó en silencio absoluto.

Después se formó una fila de voluntarios que, identificados con un pañuelo dorado, llevaban un cartel que decía “comunión”. Todos los sacerdotes que estaban sentados a los pies del escenario se pararon y se repartieron por toda la tribuna Olímpica. Las personas los buscaron, comulgaron, regresaron a su lugar, cerraron los ojos, se quedaron así por un instante.

Fue entonces - quizás un poco antes o quizás un poco después- que empezó a llover como no había llovido en toda la tarde. Llovía intenso, como si el agua hubiese estado contenida durante todo el día.

No importó, como no había importado nunca. La fiesta ya estaba hecha. Uruguay ya tenía, oficialmente a un hombre a un paso de ser santo.Entonces, desde el escenario alguien dijo “¡viva Jacinto Vera! Y todos, sin soltar los paraguas y los abrigos y las banderas, respondieron: “¡Viva!”.

El milagro: la sanación de una niña

La beatificación de Jacinto Vera, el primer obispo del Uruguay, fue uno de los momentos más importantes en la historia de la iglesia del país. Ayer, entre autoridades nacionales y de la Iglesia Católica, Jacinto Vera fue nombrado oficialmente como beato.

A la ceremonia, realizada en la Tribuna Olímpica del Estadio Centenario, acudieron más de 15.000 personas. La beatificación es el paso previo a la canonización, es decir, a ser nombrado como santo de la Iglesia Católica.

Para ser beato, primero el Papa tiene que reconocer un milagro. El 17 de diciembre de 2022, los obispos del Uruguay comunicaron que el papa Francisco había reconocido un milagro obtenido por la intercesión de Jacinto Vera. Se trató de la sanación total, completa y duradera de María del Carmen Artagaveytia Usher.

Ocurrió en 1936, a 55 años de la muerte del obispo. María del Carmen, entonces de 14, tenía una infección provocada por una operación de apendicitis que la había dejado en estado crítico y desesperado. Una noche, uno de sus tíos le llevó a la niña un imagen de Jacinto Vera y le pidió que la colocara sobre la herida. Después, le dijo a la familia que le rezaran y le pidieran que intercedieran para curar a la niña.

Esa misma noche se le pasaron los dolores y, al otro día, María del Carmen amaneció sin ningún síntoma. Los médicos de entonces no pudieron encontrar una explicación científica a lo que había sucedido.

Tras varios años de investigaciones, finalmente el Papa reconoció a esa curación como un milagro.

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