Algunos dicen que el tiempo distorsiona la memoria. Yo creo que la convierte en mar. Cada vez que evocamos nuestros recuerdos, vivimos un solsticio de verano en el que nuestras experiencias se funden en ríos intangibles que confluyen en un mar de emociones. Directo al corazón.

Estacionamos en Torres una tarde de abril. En el trayecto desde Florianópolis nadie habló. Eran las 16 horas y estábamos a 900 kilómetros de cerrar una etapa de trinchera y sueños. Entrar en Uruguay, era la certeza de dejar Brasil. El viaje estaba llegando a su fin. Respirábamos —y exhalábamos— la melancolía agónica de los últimos días. Las lágrimas inundaron mis mejillas. Mil preguntas callaron.

Teníamos que soltar todo aquello que pudo haber sido si… muchas cosas hubieran sucedido diferentes. Teníamos que confiar.

De Torres, recuerdo que no esperábamos nada.

Torres es una ciudad en el estado de Río Grande do Sul, al sur de Brasil, conocida por los viajeros como un punto clave para pasar la noche. Hay una estación de servicio premium con wifi, duchas, sombra, parrilla y trotamundos.

Y así, de la nada, surgió un mundo de posibilidades.

En el playón nos encontramos con dos familias viajeras argentinas. Ellos iban hacia el norte, nosotros hacia el sur. Los niños pegaron onda en un golpe de puños. Oli y Simón nos miraban de reojo, sonreían y cuchicheaban. Estaban tramando un complot para quedarse unos días más allí. Tuvieron éxito. Charlas, risas y anécdotas entibiaron el aire otoñal en aquel estacionamiento austral del país de la alegría eterna.

Al día siguiente, la caravana de soñadores sobre ruedas exploraríamos la ciudad, el Parque Nacional Guarita y participaríamos del Festival de Globos aerostáticos, el Festival de Balonismo más grande de Brasil.

Torres es pintoresca. Se encuentra a 197 kilómetros de Porto Alegre y a 280 de Florianópolis; y tiene más de 20 kilómetros de playas entre tres grandes acantilados a lo que debe su nombre. Los morros se conocen como Torre Norte (Morro del Farol), Torre Centro (Morro de Furnas) y Torre Sul (Junto a la playa de la Guarita).

Almorzamos en el Parque Nacional, bajo la sombra ancestral de un árbol y elegimos uno de los senderos para subir el Morro desde donde se ve la playa virgen. Un acantilado preserva de los humanos, kilómetros y kilómetros de arena y océano. Mas allá, al galope, un par de caballos salvajes.

A partir de 1995 Torres se convirtió en la capital brasileña de los globos y estábamos ahí para presenciar el espectáculo nocturno. La ciudad estaba colapsada y debíamos llegar para estacionar las casas rodantes frente al estadio. Eran muchas las calles angostas y desafiantes para circular con un motorhome de siete metros de largo. Admiro la paz y la sonrisa de Mauri para manejar el camioncito y la vida.

El clima era una fiesta. Los techos de nuestras casas se convirtieron en palcos con terraza. Hicimos licuados, pan de queso y nos sentamos a esperar el atardecer mientras observábamos los globos aerostáticos partir en su viaje al cielo.

Los balones estaban compuestos de tres partes: una envoltura, barquillas y quemadores. La envoltura se componía de franjas verticales unidas, realizadas de material sintético impermeable, capaz de resistir las altas temperaturas del interior. El fuego inflaba el globo poco a poco. Se requería paciencia, experiencia, tiempo. Una vez que el balón estaba lleno y listo, se soltaba.

Ahí estábamos nosotros cuatro, como esos globos que, no volaban, sino que flotaban dentro del viento.

Estábamos listos para soltar y confiar en la vida.

Conocé a nuestra columnista

Sofi Solari Adot
Sofi es escritora y mamá de Olivia y Simón. Tiene una vida sobre ruedas junto a su familia @losfeippe. Es autora de la novela autobiográfica “No siempre fuimos nómades” y dicta el taller on line “Las palabras también importan”.

Podés seguirla en Instagram como@sofisolariadot y @losfeippe