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Mamá estimula: Obediencia o pensamiento crítico, ¿de verdad queremos niños obedientes?

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madre rezongando

Por Claudia Guimaré

¿Educar en la obediencia o el autoritarismo? ¿Cómo inculcar la observancia de las normas y al mismo tiempo la libertad, el cuestionamiento y el criterio propio? Seguí los consejos de Claudia Guimaré

Obediencia, felicidad y espíritu crítico es una trilogíadifícil de conciliar cuando se trata de la educación de los chicos. Sobre todo en una sociedad en la que la obediencia sigue considerándose un valor, por confundirse muchas veces con el respeto.

¿Pero nos hemos parado a pensar qué significa realmente la obediencia y qué le estamos pidiendo exactamente a nuestros hijos cuando se la exigimos? ¿Es lo mismo ser educado que obediente? ¿Existe un único tipo de obediencia? ¿Qué entendemos exactamente por obediencia o qué deberíamos entender antes de inculcarla en nuestros hijos?

De más está decir que la observancia de las normas de convivencia y de las reglas en general, es una condición necesaria para la vida en sociedad. Por algo el ser humano ha pulido el arte de vivir en armonía con sus pares sumando leyes y más leyes en pos de una coexistencia armoniosa e implantando penas y castigos para quienes las irrespetan. Pero la obediencia es un valor incomprendido muchas veces. O malinterpretado.

No son pocos los estudios o experimentos sociológicos que se han realizado en la historia para demostrar las nefastas consecuencias que puede acarrear una obediencia ciega ante la autoridad, ya sea ésta representada por el conocimiento o por el poder. El más famoso quizá sea el conducido por Stanley Milgram en 1961. Milgram quería medir la disposición del ser humano para obedecer órdenes de una autoridad, incluso cuando estas órdenes pudieran ocasionar un conflicto con su sistema de valores y su conciencia.

Para ello, ideó un experimento en el que voluntarios (que en realidad eran actores contratados) daban su consentimiento para que otros participantes, les aplicasen descargas eléctricas cada vez más intensas, cada vez que respondían mal una batería de preguntas. Para la sorpresa los responsables del estudio, más de la mitad de los participantes, fueron capaces de aplicar supuestas descargas de hasta 450 voltios a los actores, mientras oían los aullidos de dolor y las súplicas de éstos, simplemente porque estaban autorizados a hacerlo.

Las conclusiones de Milgram son por demás interesantes. Cuando recibimos órdenes de una fuente de autoridad en la que de alguna manera creemos o confiamos, nuestra propia conciencia deja de funcionar como de costumbre (algo así como “por algo será que me lo piden”) al tiempo que se produce una abdicación de la responsabilidad, ya que “estamos cumpliendo órdenes de otros”, con lo cual, la voz de nuestra conciencia sigue brillando por su ausencia.

Pero además, Milgram constató que la propensión a obedecer aumentaba notoriamente entre las personas que pertenecían a instituciones o desarrollaban profesiones donde la disciplina era un valor fundamental, como el ejército por ejemplo.

El otro hallazgo sumamente interesante fue que la desobediencia, es de alguna manera contagiosa, ya que si bien la mayoría de las personas no desobedecía las órdenes del supuesto científico y muy pocas se animaban a desertar de su rol de “castigadores” en el experimento, en los grupos en los que alguno sí lo hacía, muchos más participantes lo hacían luego, algo a lo que llamó “el efecto conformista del grupo”.

En palabras del propio Milgram, “la extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio”.

Sin llegar a imaginar escenarios tétricos para nuestros hijos en que ningún loco les ordene torturar a sus compañeritos, ni en el que se pierdan en una isla desierta e instauren una sociedad anárquica y violenta al mejor estilo de El señor de las moscas de William Golding, queda claro entonces que inculcar obediencia, tiene consecuencias por lo que debemos ser cautelosos al hacerlo, y cuanto más hincapié se haga en la importancia de la misma y la obsecuencia ante la autoridad, más vulnerable queda el individuo para acatar sin rechistar las órdenes de la autoridad turno, sea ésta cual sea y exija lo que exija a futuro.

Es por eso que necesitamos pensar dos veces en qué entendemos por obediencia a la hora de educar, ya que al justificarla estamos de alguna forma enseñando a poner el énfasis en el complacer al otro por sobre el propio deseo. Por ello, es fundamental saber discernir entre la obediencia inteligente, que a las claras representa un valor para la convivencia y la adaptación, y la obediencia ciega, impuesta a través del miedo al castigo, y en la que siempre se prioriza el complacer al otro, aun al precio de dejar de lado la propia voluntad.

Los niños necesitan tener límites claros y aprender a respetar reglas estables, pero no a costa de una educación autoritaria que les inculque que respetar la autoridad, sea ésta como sea y diga ésta lo que diga y sin chistar, es la cualidad máxima. Por el contrario, debemos enseñar a nuestros hijos a cuestionar la autoridad, puesto que ésta, puede estar equivocada y puede exigirles algo a lo que realmente merezca la pena negarse.

Pero cuestionar no significa irrespetar. No estamos diciendo que hay permitirles ser irrespetuosos con la maestra por ejemplo; ni que los padres tengamos que dar mil trescientas cuarenta y dos explicaciones de por qué hay que lavarse los dientes. Pero sí es cierto que si queremos que nuestros hijos desarrollen una personalidad capaz de plantarse frente a otro y decir que no cuando lo que se les exija vaya en contra de su propio criterio, hay primero que ayudarlos a desarrollar este criterio, para lo cual debemos dejar lugar a la reflexión y la discusión.

Y esto, no sólo les será válido y sumamente útil si algún día caen en la isla de Golding o en las manos de un jefe psicópata. También mucho antes que eso ya les será de enorme ayuda cuando los amigos le quieran convencer en la escuela de pelear a un compañero, o en el liceo de incurrir en otras conductas que puedan ponerlos en peligro y a las que no siempre sea fácil oponer resistencia por la presión de pares.

Cuando aplicamos el tan mentado “porque yo lo digo” por ejemplo, estamos promoviendo la obediencia ciega, en la que pedimos del otro aceptación, sumisión y compromiso con nuestra idea o mandato incluso sin siquiera dar explicación alguna del porqué del mismo, cerrando la posibilidad de discusión. Y quienes aprenden a aceptar mandatos de esta manera en la infancia, son mucho más proclives a seguirlo haciendo en la adolescencia y adultez.

Cuando por el contrario explicamos el porqué de nuestros actos o pedidos, estamos exponiendo nuestras razones, que podrán ser válidas o no, pero al menos estamos fomentando la confianza del otro en nuestra decisión al darle cuenta de nuestros actos de manera racional y, así como también estamos abriéndole la posibilidad al otro de la discusión y argumentación contraria. Pero lo más importante, le estamos enseñando a exigir lo mismo más adelante, a que si alguien le pide obediencia ante algo, los respete lo suficiente como para explicarles por qué y argumentarlo.

Para que un niño aprenda a respetar, hay que respetarlo. Para que aprenda a tener criterio propio, hay que dejarle espacio para la reflexión y discusión. Para que aprenda que tiene derecho a pedir explicaciones a quienes le exigen determinadas conductas, tiene primero que recibirlas.

Enséñale a justificar sus acciones y decisiones con argumentaciones simples y hazlo con tu propio ejemplo cada vez que le pides algo. No se trata de pedirle permiso. Se trata simplemente de explicarle que ahora le vas a poner la campera porque si sale a jugar al patio desabrigado, se enfermará y no podrá volver a jugar por varios días, por ejemplo. Dale el espacio para que te argumente por qué no quiere hacerlo, aun cuando tú tengas claro que no va a pisar el jardín sin abrigo, y conversa con él de los pros y contras de cada posibilidad.

Y cada tanto, permití que se equivoque. No como castigo para que sufra en carne propia las consecuencias de una decisión equivocada, sino como herramienta genuina de aprendizaje, para que pueda aprender las valiosas lecciones que encierra el ensayo y el error.

En realidad es simple. Lo complejo es aplicarlo cuando andamos siempre apurados y necesitamos que nos hagan caso rápido y no hay tiempo para la argumentación ni la charla tranquila. Pero debemos recordar que cuando nuestros hijos discuten nuestras razones, están también ejercitando su sentido crítico y su criterio propio. Y ese debería ser el fin en sí mismo de la educación.

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Claudia Guimaré
Claudia Guimaré

La socióloga uruguaya y especialista en marketing y comunicación es la fundadora de Mamá estimula. En el grupo que administra desde Argentina, comparte materiales educativos y soluciones para padres.

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