Fabian Birnbaum, columnista invitado.
En tiempos de creciente sensibilidad social ante la desigualdad y de restricciones fiscales persistentes, la propuesta de crear un “impuesto a los ricos” ha vuelto con fuerza al debate público. Se trata de una consigna potente: fácil de comunicar y difícil de objetar desde una perspectiva ética. Sin embargo, en materia tributaria, los postulados teóricos deben analizarse a la luz de su viabilidad normativa, técnica y económica. Lo que puede parecer virtuoso en el plano discursivo, puede no serlo en su aplicación concreta.
Un impuesto orientado exclusivamente a grandes patrimonios puede concebirse como una herramienta de justicia redistributiva. No obstante, su eficacia y legitimidad dependen de que se inserte dentro de un sistema tributario técnicamente consistente, jurídicamente previsible y alineado con los principios de eficiencia y equidad. Introducir un nuevo tributo sin evaluar su interacción con el sistema vigente implica un riesgo real de generar distorsiones, desincentivos a la inversión y afectaciones a la confianza institucional.
Cabe recordar que Uruguay ya cuenta con un tributo de naturaleza patrimonial: el Impuesto al Patrimonio, cuya carga sobre las personas físicas fue sensiblemente reducida por la reforma tributaria de 2007 (Ley N.º 18.083), y que hoy representa menos del 5 % de la recaudación nacional. La propuesta de establecer un nuevo impuesto sobre los patrimonios —sin revisar el instrumento ya existente— aparece entonces como un contrasentido dentro de la lógica fiscal vigente.
Un aspecto especialmente relevante en este análisis es la elasticidad fiscal de los patrimonios, entendida como su capacidad de relocalización o reestructuración frente a modificaciones normativas. Uruguay ha sido testigo directo de este fenómeno a través de la radicación creciente de familias extranjeras —principalmente provenientes de Argentina— que han optado por establecer su residencia fiscal en el país como respuesta a aumentos sostenidos de carga tributaria y pérdida de previsibilidad institucional en sus jurisdicciones de origen. En ese contexto, un aumento en la presión sobre el patrimonio no garantiza un incremento recaudatorio; por el contrario, puede erosionar la base imponible al incentivar la salida de personas y capitales.
En esa misma línea, la propuesta resulta también difícilmente conciliable con otra política tributaria central vigente: la exoneración de rentas del exterior para personas físicas que adquieren residencia fiscal en el país. Esta medida fue aprobada en 2012, durante el gobierno del presidente José Mujica, con el objetivo de fomentar la radicación de personas de alto patrimonio. Aunque dichas rentas no tributan en Uruguay, su presencia genera efectos económicos positivos —consumo, inversión, empleo— que no existirían en el escenario contrafactual de no residencia. En ese sentido, la medida no implica una renuncia recaudatoria, sino una vía alternativa de retorno indirecto.
Estas políticas forman parte de una estrategia sostenida —respaldada por gobiernos de distinto signo— orientada a posicionar a Uruguay como un país atractivo para la inversión y el capital humano calificado. En un entorno global donde múltiples jurisdicciones —como Portugal, Italia, España o Suiza— compiten activamente por atraer talento, patrimonio y empresas, Uruguay ha intervenido con transparencia, previsibilidad y apego a los estándares internacionales. Su política tributaria se inscribe, por tanto, en una práctica común y legítima para economías pequeñas, abiertas y con mercados internos acotados.
Más allá de las consideraciones estrictamente fiscales, atraer capital humano calificado se ha vuelto un factor estratégico de desarrollo. En un mundo donde el conocimiento, la innovación y el talento definen la competitividad de las naciones, la capacidad de un país para recibir y retener personas con habilidades clave incide directamente en su futuro económico, social y tecnológico.
En estos contextos, la previsibilidad normativa, la estabilidad jurídica y la competitividad fiscal no son atributos accesorios: son condiciones esenciales para sostener el desarrollo. Según la última encuesta de Uruguay XXI, la previsibilidad regulatoria es el atributo más valorado por los inversores. Cualquier medida que pueda comprometer esa percepción debe ser evaluada con particular prudencia.
Desde esa perspectiva, imponer un nuevo impuesto patrimonial sin una revisión integral del sistema podría poner en riesgo un régimen cuidadosamente construido a lo largo de décadas. Esto no implica rechazar la progresividad como principio rector —por el contrario, es un objetivo legítimo y deseable—, sino advertir que los mecanismos para alcanzarla deben ser estructurales, técnicamente consistentes y sostenibles en el tiempo.
En contextos fiscales exigentes, donde los recursos son limitados, resulta pertinente que toda decisión tributaria se enmarque en una visión integral del sistema, contemplando no solo qué y a quién se grava, sino también cómo se administran los recursos obtenidos. La eficiencia en la gestión del gasto público constituye un componente estructural del sistema fiscal y una condición necesaria para su legitimidad y sostenibilidad. Se trata, en definitiva, de una reflexión de largo plazo, no de una valoración coyuntural ni dirigida a una administración en particular.
En tiempos de creciente polarización —de blancos o negros, de sí o no, de Nacional o Peñarol (como quien escribe)—, este artículo no busca dividir el debate entre posiciones irreconciliables. Por el contrario, procura aportar contexto, examinar implicancias y fomentar una reflexión serena, técnicamente informada y orientada al interés del país, más allá de etiquetas o consignas.
-El autor, Fabian Birnbaum, es Master en derecho tributario (LLM) London School of Economics-Contador Público-Profesor de impuestos en Universidad ORT