Marzo de 2027. La memoria ya no es un espacio privado. El Laboratorio Furgeenshtadt, alemán, ha desarrollado un sistema revolucionario: mediante inteligencia artificial y biomateriales, cualquiera puede adquirir recuerdos de otra persona. Venden recuerdos. Listo. Es un negocio global, rentable y, algo, peligroso. Julián Archite, fanático del fútbol y admirador de Lionel Messi, ahorró durante cinco años para comprar los recuerdos de los goles que el astro argentino había marcado en el Mundial de Qatar. Entró a la clínica con una mezcla de ansiedad y euforia. La transferencia -dicen- es rápida. Una conexión neuronal, seis descargas precisas, siete horas de sueño y ya estaba hecho. De pronto, Julián no solo recordaba los goles; los sentía. El contacto con el balón, el estallido del estadio, el peso de una nación sobre sus hombros. La experiencia es adictiva. Quiso más. Cada vez que revivía los momentos de gloria, sentía que algo cambiaba dentro de él. Una seguridad nueva, casi arrogante, empezó a marcar sus días.
El gol a México -donde Messi disparó al ras del suelo con una la precisión de un cirujano de cerebro- se convirtió en su favorito. Julián no podía dejar de revivirlo en su mente, como si fuera una repetición interminable de un sueño perfecto. Una noche, mientras lo revivía, sintió algo extraño: un pensamiento que no era suyo, una sensación de responsabilidad abrumadora por algo que no entendía. Pero lo ignoró, embriagado por el poder del recuerdo y el goce cotidiano. Con el tiempo, Julián notó que las emociones que venían con los recuerdos eran más intensas. La alegría de marcar un gol se mezclaba con una angustia inexplicable. Durante una revisión en la clínica Furgeenshtadt, un médico le explicó que las conexiones neuronales podían tener residuos emocionales del propietario original. “Nada de qué preocuparse,” dijo. Julián aceptó la explicación, pero esa noche soñó que caminaba solo por un estadio vacío, con los gritos de la multitud como ecos fantasmales.
Un día, mientras miraba un partido en la televisión, sintió un impulso incontrolable. Corrió al parque más cercano y comenzó a jugar al fútbol con desconocidos. Al principio, todo fue maravilloso. Pero, pronto, su desempeño se volvió casi sobrenatural. Movía el balón como si fuera una extensión de su cuerpo. Los jugadores lo miraban con estupor. Julián sintió que no era él quien controlaba su cuerpo, sino alguien más.
Los días siguientes fueron un torbellino. Julián empezó a buscar más recuerdos de Messi, obsesionado con completarlos todos. Sin embargo, los fragmentos comenzaban a mezclarse. Ya no sabía qué momentos había vivido él y cuáles eran de Messi. Una mañana despertó creyendo que estaba en una concentración previa a un partido, pero todo se desvaneció al abrir los ojos al ver su modesto departamento con una lamparita colgando del techo.
El giro llegó cuando recibió una llamada del Laboratorio Furgeenshtadt. Había habido un error en la transferencia neuronal. Los recuerdos que había adquirido contenían un archivo residual, un replicador neuronal sin límites. Sin darse cuenta, su cerebro había comenzado a reconstruir la identidad total de Messi dentro de él. “Debes venir de inmediato para desconectarte”, le advirtieron. Pero Julián ya no quería soltarlo. Sentía que el peso de una carrera gloriosa era ahora suyo.
Una semana después, Julián desapareció. Algunos afirmaban haberlo visto en partidos amateur destacándose como un prodigio anónimo. Otros decían que había enloquecido y vivía gritando en las tribunas de una provincia.