En el confín meridional del continente, allí donde los mapas adquieren un perfil ligeramente metafísico, se encuentra Aldeiland, nación diminuta cuyo aislamiento no proviene tanto de la geografía sino de una inclinación íntima hacia el enigma. Sus habitantes, acostumbrados a que lo improbable suceda, hablan de su país como de un sueño insistente: se lo padece, se lo respira y se lo vive. Igual, no embromemos, lo aman.
En tiempos recientes, Aldeiland ha elegido el gobierno de un hombre único: Nichich Nilimonad, cuya biografía parece una versión acaso involuntaria de aquel personaje que Jerzy Kosinski imaginó en Desde el Jardín. Nichich, como Chance el jardinero, posee esa transparencia insondable que obliga a los demás a atribuirle significados que él nunca pronuncia. Su rostro, enteramente inocente, ha sido interpretado por sus consejeros como máscara de una estrategia indecible. Humm, ahhh, ehhh... él produce una serie de sonidos onomatopéyicos que ya forman parte del lenguaje de pequeña nación.
El primero de esos intérpretes es Panzus Pachus, consejero oficial, devoto del mandatario y archivero de sus sonidos. Hay quienes afirman que Panzus ha escrito más discursos de los que Nichich ha pronunciado, y que en cada uno de ellos intenta traducir esas frases simples -sobre el clima, sobre el peinado de su fiel compañera Carolain Cuscús, sobre contratos y complejidades insondables del quehacer gubernamental- en profecías doctrinarias. Ante la declaración de Nichich: “Los niños son siempre niños”, Panzus proclama un programa de reforma educativa sin un mango. Ante un gesto ambiguo (casi todos) redacta un discurso. Es una especie de Platón de Sócrates... un Portales de Olmedo.
Los ciudadanos observan el escenario político como quien mira una película surrealista. Y no es raro que en Aldeiland se mencione, con cierta reverencia jacarandosa, la memorable encarnación de Peter Sellers: muchos creen ver en el mandatario una réplica accidental, una versión criolla del hombre que confundía inocencia con sabiduría y gesto con destino. Es posible incluso que algunos se atrevan a pensar que la vida de Nichich Nilimonad no es más que la repetición de una ficción previa, que Aldeiland entero es un eco narrativo de un libro escrito en otra latitud.
Tal vez por eso, cuando Nichich camina por los jardines de Suárez, lo sigue un séquito que interpreta cada movimiento: si se detiene ante una flor, se especula sobre la política exterior; si mira al cielo, anuncian cambios en la economía; si sonríe, hablan de estabilidad. Él, entretanto, sigue su derrotero humilde con la misma calma que Chance, ajeno a la maquinaria simbólica que lo rodea y que lo erige en guía.
Se dice que Borges, de haber conocido Aldeiland, habría visto en todo esto un juego de espejos: la literatura imitando a la realidad y la realidad devuelta a la literatura, como si ambas fueran reflejos de un mismo jardín imposible. Pero Borges nunca estuvo allí; quizá por eso Aldeiland persiste, como una página aún no escrita que insiste en escribirse, a regañadientes, sola.
Así transcurre la vida en ese país remoto y encantado, donde la política es un arte de timba existencial y los gobernantes, figuras de un relato que nadie reconoce haber iniciado. Y mientras Nichich Nilimonad sigue caminando por sus jardines, seguido de Panzus Pachus y de un pueblo que busca interpretar la sombra de sus pasos, queda una certeza final: los destinos de los ciudadanos de Aldeiland están en manos de la incertidumbre más pavorosa del mundo.