Silvia Armand Ugón no duda al defender el orgullo local: “Es el primer templo evangélico valdense de Sudamérica”, dice. Como todo en el Río de la Plata, hasta la historia religiosa tiene su dosis de rivalidad. “Hay una discusión, como siempre, con nuestros hermanos argentinos: por el dulce de leche, por Gardel… y también por el Templo Valdense”, bromea. El contrapunto no es menor: en Argentina hay un edificio más antiguo, sí, pero no lo construyeron los valdenses, aclara ella con énfasis. “Lo hicieron otros colonos, y después los valdenses lo retomaron. En cambio, el de La Paz – Colonia Piamontesa fue construido por ellos mismos”.
Aquí lo hicieron con dos torres que, según las crónicas, representan los senos de una madre que brindan protección y cobijo. Lo inauguraron en 1893 y, desde 1978, es Monumento Histórico Nacional.
El Templo Valdense no es solo una joya patrimonial: es el corazón de La Paz, un símbolo que late con fuerza en la identidad de esta comunidad piamontesa del interior uruguayo. Desde hace dos décadas, un grupo incansable de mujeres impulsa todo tipo de iniciativas para recaudar fondos: rifas, espectáculos, ventas de tortas fritas y lo que haga falta. Gracias a su empuje, ya lograron restaurar la fachada y el campanario, y ahora se preparan para nuevas etapas.
Ese espíritu de preservación y proyección fue uno de los argumentos que respaldaron la reciente postulación de Villa La Paz a la edición 2025 de la competencia internacional “Best Villages” de ONU Turismo, una distinción que comparte con Santiago Vázquez (Montevideo) y Casupá (Florida).
Aún queda pendiente —como un sueño que persiste— la restauración de las ventanas de colores y del interior, cuyos costos son elevados. Pero no bajan los brazos: saben que este templo, que ya pasó los 130 años, es único por su valor histórico. Como lo definió el arquitecto Francisco Collet, es “un tesoro escondido” que merece volver a brillar.
Luz en las tinieblas.
“Es el único templo no católico que señorea una plaza pública”, afirma Silvia para destacar la relevancia de la iglesia valdense en la villa. Aun así, no había recibido mantenimiento durante más de 50 años y su deterioro era evidente: la fachada y el campanario presentaban un estado preocupante, lo que volvió urgente su restauración.
En 2017, un grupo de vecinas —o “las chicas del templo”, como cuenta Silvia que las llaman con cariño los jóvenes del pueblo— creó una comisión laica para recaudar fondos y comenzó a promover diversas acciones solidarias. Así, en 2020, dieron el primer paso simbólico: iluminaron la fachada. Con ese gesto, honraban la inscripción del escudo de los valdenses: Lux lucet in tenebris (“la luz brilla en las tinieblas”).
Según explicó el arquitecto Francisco Collet, los trabajos de restauración incluyeron la reparación de la fachada con revoques a la cal, similares a los originales, lo que permitió devolverle su característico color blanco. Se recompusieron las molduras y decoraciones frontales, y se recuperaron los Pas de Calais —piezas cerámicas ornamentales— que se habían dañado por las filtraciones de agua. “Conseguimos en casas de demolición de Montevideo los pas de calé que faltaban, y los cuculines quedaron como nuevos”, señaló. Estas piezas, de cerámica esmaltada, coronan las torres del templo y funcionan como remates ornamentales y protectores, al evitar la acumulación de agua. También se restauraron los mecanismos de la campana y la cuerda que permite hacerla sonar.
Todo el proceso, subraya Collet en diálogo con Domingo, respetó el espíritu valdense de sobriedad arquitectónica, sin elementos superfluos. “Este templo tiene dos puntos que llaman la atención: la armonía y la sobriedad. Eso le da un encanto que hay que ir a sentirlo. Es la misma sobriedad en el modo de vivir de los vecinos y de esas mujeres con una voluntad de hierro”, expresa.
No obstante, el templo aún requiere mucho más trabajo y, por supuesto, mucho más dinero. Raquel Yarza, integrante de la comisión, cuenta a Domingo que los próximos pasos serán la restauración de la puerta —que es la original y, por lo tanto, “requiere de un carpintero de los que ya no hay”— y la colocación de un alambre perimetral en el lado norte del terreno.
Una etapa un poco más ambiciosa será la reparación del salón cultural ubicado al costado del templo, que incluye un pequeño teatro, baños y cocina, y que es fundamental para continuar organizando actividades. Hace un año recibieron un presupuesto de $1 millón, que ahora deberá ser actualizado.
Aunque la restauración de la fachada fue un paso sustancial, el interior del templo aún presenta varios desafíos. El piso original de cerámica roja, gastado y deformado por el tiempo, conserva su valor histórico, al igual que los zócalos y las antiguas aberturas de madera, hoy muy deterioradas. Las ventanas, con sus paños de vidrio de colores, aportan una identidad única al templo valdense. “Es una expresión única”, subraya Collet. Aunque algunos vidrios han sido repuestos, muchos conservan los tonos originales, y su restauración es prioritaria. Al tratarse de vanos curvos, será necesario reforzar primero los muros estructurales, que presentan grietas profundas. “Todos los muros antiguos hay que restaurarlos”, advierte.
Silvia y Raquel saben que el mayor reto está en las seis grandes ventanas del lado sur. “Como somos un Monumento Histórico Nacional, hay que hacerlas en madera, con todos los chiches, cuidando los vidrios de colores”, explica Silvia. Cada una demanda una inversión cercana a los mil dólares.
También está en los planes recuperar el cielo raso de tablones de madera, que actualmente están encalados para protegerlos, y conservar el techo de chapa, que ya fue parcialmente reparado. “De a poquito se van consiguiendo las cosas”, dice Raquel con esperanza. A pesar del esfuerzo que implica, la comunidad sigue apostando a devolverle al templo toda su dignidad y belleza original.
Por suerte, no están solas. Los vecinos de La Paz, vayan o no al templo, siempre están dispuestos a ayudar con lo que se precise; por ejemplo, un jardinero y un electricista aportan su trabajo de forma gratuita. Otro les donó un piano.
Quizás sea ese esfuerzo colectivo, esa comunión entre historia, fe y voluntad, lo que explica por qué el Templo Valdense produce una impresión tan profunda. “El aire que se respira ahí es un aire místico, especial —dice Collet—. Lo que sentís ahí es una sobriedad elegante, una simpleza que no es triste, sino misteriosa, armoniosa, trascendente. Y eso… no se puede explicar con palabras: hay que vivirlo”.