El libro de la playa

Hugo Burel

El del título es un género de libro que sin duda no integra las categorías académicas. El libro de playa no está definido por su tema, su autor, su contenido, su extensión o su mayor o menor calidad como obra. Su esencia está dictada por el lugar y el momento de su lectura, que para el caso es la franja de arena costera -de río u océano- que se define como playa. Tal vez, ese mismo ejemplar que se lee mientras el ocio junto al mar nos instala sobre una reposera en otro momento y lugar no nos parezca el mismo libro. En la playa nos convoca de otra manera, a la vez que padece los avatares del sitio: sus páginas se someten a la arena, a involuntarios humedecimientos sobre el short o la bikini mojada o a salpicaduras de bronceador o helado. El libro de playa es un libro expuesto a diversas inclemencias porque el que lo lleva se despreocupa de su cuidado. Es un libro de vacaciones, extraviado en la naturaleza y librado a los rigores del clima y al protocolo de lo informal.

Cuando es transportado comparte las manos que lo llevan con mates, termos, reproductores de música, baldecitos con palas y rastrillos, esterillas para recostarse, sillas plegables, la heladerita o la bolsa de lona con toallas, protectores solares y tuppers con viandas diversas. El libro de playa es un complemento, una compañía silenciosa, una parte del equipo playero y una defensa perfecta contra el aburrimiento que, si fuéramos sinceros, deberíamos admitir que nos gana veinte minutos después de abandonarnos bajo el sol. Porque en una playa salvo accidentes en el agua, voladuras de sombrillas o presencia de ejemplares humanos notables de ambos sexos, nunca sucede nada excepcional. Pero por suerte podemos llevar un libro para lograr evadirnos de ese tedio interminable que suelen ser las horas de playa. Dejo constancia que me gusta ir a la playa, a condición de llevar siempre un libro conmigo.

Si se recorre hoy una playa, se puede apreciar que son pocas las personas que leen un libro. En general son más mujeres que hombres las que lo hacen y en su mayoría resultan ser adultas de veinticinco años para arriba. Ese dato no es científico y no sé si alguna encuesta lo constata, pero con solo mirar la conclusión surge de manera nítida. Los hombres que leen un libro en la playa suelen ser un poco mayores que las mujeres, si se considera una muestra en conjunto. Pero lo que iguala a hombres y mujeres es la necesidad de evadirse del entorno aparentemente placentero en el que se encuentran mediante un libro. Así suelen aislarse de conversaciones que no les interesan, llantos de niños insoportables, la música estridente e innecesaria de algunos paradores y ese rumor amorfo que suele extenderse por toda la playa hasta que el aplauso colectivo por una criatura que se ha perdido los obliga a abandonar el párrafo y regresar otra vez a la arena. El libro de playa es una defensa contra todo eso.

Los mejores libros de playa son aquellos que dan la posibilidad más rápida de estar en otra parte. Todos sirven, pero los mejores suelen ser los policiales o del género fantástico. No es buena idea afrontar en la playa complejidades filosóficas, existenciales o metafísicas tipo La náusea o Viaje al fin de la noche. Mi libro ideal para la categoría fue sin dudas uno que leí hace casi treinta años, El mundo según Garp, de John Irving. Tuvo un solo inconveniente: en sus partes humorísticas -que por momentos no dan tregua- me reía de manera incontenible y eso hacía que mis vecinos de la arena me mirasen como a un alienado. Como ya dije antes, el libro de playa es una categoría paraguas que puede englobar tanto la ficción como el ensayo, la biografía o la crónica histórica, el best seller o la obra clásica. Pero cuanto más aísla, mejor.

De todos los libros de playa que mi memoria registra en manos de aquellos que no quisieran estar en donde están, hay solo uno que aborrezco: El Código Da Vinci, de Dan Brown, una prueba de mala literatura que algo por fuera de ella convirtió en hit. El verano siguiente a su lanzamiento se podía recorrer la playa Mansa de Punta del Este y ver como de cada diez lectores, ocho sostenían entre sus manos ese éxito descomunal y el impávido y misterioso rostro de la Gioconda era la cara de la temporada. El bendito -o blasfemo- Código dominaba la arena, y mientras caminaba yo iba contando los ejemplares que se reproducían con vértigo. Hasta que por fin vi una tapa diferente que no incluía la Gioconda. No pude contener la emoción y me acerqué para identificar al disidente. Entonces comprobé que era una edición italiana del libro de Brown que en vez de la Gioconda había preferido utilizar un detalle de la otra obra de Leonardo que se menciona en el libro: el fresco de La última cena. Huelga decir que este libro es el más difundido libro de playa que yo recuerde.

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