HUGO BUREL
El pasado sábado 25 por la tarde concurrí a un cine de Punta Carretas para ver la película de Batman. Luego de la movida nostalgiosa, había poca concurrencia en todos lados, circunstancia que quise aprovechar para disfrutar de la proyección en una buena sala con unas cincuenta personas, no más. Como sucede en todas las fechas patrias, antes de empezar la película comenzó a irradiarse el Himno Nacional.
De inmediato mi esposa y yo nos pusimos de pie. Para mi sorpresa, solo otras tres personas también lo hicieron. El resto ni se inmutó. Mientras se desarrollaba la introducción instrumental, comenté en voz alta que se trataba del Himno y que había que pararse. Alguno me miró extrañado y hasta insinuó una sonrisa burlona por mi actitud, pero no se levantó. Fue así que la inmensa mayoría de los asistentes permanecieron sentados, comiendo pop de sus bateas, conversando animadamente y consultando sus celulares. Algún padre con hijos chicos no pareció enterarse de lo que se escuchaba y los niños tampoco. Por supuesto que al terminar la música con los acordes finales luego del último "¡sabremos cumplir!", nadie aplaudió. Yo lo hubiera hecho, pero el desaliento me lo impidió.
Lo que pasó ese sábado en ese cine, con menos del diez por ciento de la concurrencia expresando respeto y adhesión por el Himno uruguayo es otro síntoma más de nuestra crisis cultural. Pero quizá, por la dimensión simbólica que tiene el Himno en relación a nuestra identidad, el asunto puede traducirse en una expresión que la mayoría de los indiferentes que estaban en el cine suscribiría: el Himno ya fue.
Basta de hipocresía, de caritas pintadas de celeste y blanco en el Estadio cuando juega la selección, de canciones medio patrióticas mezclando goles con nación, de banderitas en los autos antes de partidos. Todo eso es barullo exterior, agite circunstancial, paparrucha vistosa que no funciona desde lo profundo. Al Himno ya pocos le creen.
No han pasado tantos años, treinta o menos quizá, cuando muchos aprovechábamos las fiestas patrias para ir a los cines a cantar el Himno. Podíamos gritar a gusto "¡Tiranos temblad!" y había como una corriente secreta y emotiva que nos mancomunaba en la expresión de algo profundo y necesario. Porque el Himno entonces se cantaba desde las entretelas y con todo el mundo de pie. ¿Qué queda de todo eso? Por empezar una devaluación sistemática de las fiestas patrias, que cada vez son menos explicadas y festejadas. Hasta se han escuchado propuestas para unificarlas en una sola, como si la historia de lo que somos se hubiera hecho en un solo episodio de gloria. Además esa entelequia recurrente de algunos líderes locales y regionales que postulan la patria grande, no se equilibra con ensalzar la chica, que es la nuestra y tiene un hermoso Himno que la representa.
Habría que revisar el decreto que obliga a difundir el Himno en los espectáculos públicos cuando se celebra un feriado patrio. Esa disposición ha perdido sentido y finalidad. En realidad lo que se hace es devaluar cada vez el Himno, vaciarlo de contenido, exponerlo a la sordera deliberada de los que les resbala y someterlo al fastidio de los que son incapaces de escucharlo con unción y sentimiento republicano. Pasa lo mismo con el minuto de silencio antes de los partidos. A nadie le interesa si alguien murió y merece un homenaje. En realidad es la oportunidad para que la barbarie se exprese y el silencio de los menos sea avasallado por la caterva que grita y desconoce el respeto.
Hace más de cuatro años, en otro medio periodístico, publiqué un comentario del mismo tenor que este y motivado por un episodio similar en un cine. Entonces reflexioné que hablábamos demasiado sobre nuestra identidad, debatíamos sobre nuestra viabilidad como país e invocábamos lo uruguayo como algo casi genético, pero cada vez éramos más indiferentes a la hora de honrar los mojones señalados de nuestra Historia.
Todo eso ha empeorado y de seguir así en poco tiempo el 25 de agosto va a ser recordado solo como el día siguiente a la noche de la nostalgia.