VIAJES
Entre brillo y purpurina, artistas se unieron para continuar con la mayor fiesta de Brasil y llenar de alegría las calles, a pesar de las advertencias policiales, tras dos años de suspensión.
Un joven se sentó solo con una cerveza y su tuba. Uno por uno, sus cómplices llegaron. Un hombre con mallas y una trompeta. Un baterista sin camisa con un sombrero de mago. Otra tubista con un brasier de piel de leopardo. Eran un grupo variopinto que se reunía cerca de una popular plaza del centro de la ciudad carioca, listos para romper las reglas y comenzar una fiesta. Según ellos, estaban salvando el Carnaval de Río de Janeiro.
Después de que la variante ómicron trajera una nueva ola de casos de covid a Brasil, Río prohibió las bandas itinerantes conocidas como “blocos” que alimentan las fiestas callejeras gratis e improvisadas que hacen del Carnaval de esta ciudad una fiesta democrática. Las autoridades de la ciudad habían rastreado las redes sociales en busca de blocos planificados y se comprometieron a disolver los que infringieran la orden.
En lugar de los blocos, la ciudad estaba permitiendo fiestas privadas, pagadas, donde se podía controlar las tarjetas de vacunación. Esto dejó a muchos cariocas preocupados por el hecho de que el Carnaval -una de las pocas instituciones en las que aún se mezclan las clases sociales de Río- se estuviera volviendo más privado y elitista. Algunos se preguntaban si sería un Carnaval de verdad.
Pero en el borde de la plaza, justo después de las 9:00 del viernes, la primera noche oficial del Carnaval, la resistencia se reunía junto a un puesto de fideos chinos. Iban armados con purpurina, mallas y una sección de metales completa.
“El Carnaval es una manifestación cultural, no un evento”, dijo Rafael Comote, de 30 años, un trompetista que usaba una peluca rosa y un chaleco del Departamento de Salud de Río, que le había prestado un amigo. “El Carnaval no es algo que se pueda prohibir”.
El bloco se había formado en los días anteriores en un grupo de WhatsApp de unos 100 músicos de bandas que habían cancelado sus planes. Tras la cancelación del Carnaval del año pasado, estos músicos querían tocar. Llamaron ‘Demanda Reprimida’ a su banda improvisada. Para eludir a la policía, decidieron el lugar de reunión solo una hora antes.
A eso de las 10:30 p. m., el grupo se dirigió al Boulevard Olímpico, un paseo a lo largo del agua creado para los Juegos Olímpicos de 2016. “Todos estamos inquietos”, dijo Comote mientras caminaba. “Este es el primer bloco del primer día, así que vamos a ver”.
Unos 20 músicos y 30 espectadores se detuvieron frente a un almacén. Con las luces de la calle parpadeando en lo alto, calentaron con una famosa canción del Carnaval brasileño cuya letra inicial enviaba un mensaje: “¡Eh!, abran paso, que quiero pasar”. La pequeña multitud rebotó al ritmo de la música, y comenzó a enviar mensajes de texto a sus amigos.
Benjamin Rache Salles, un profesor de física con purpurina en la cara, dijo que estaba yendo a reunirse con unos amigos en un bar de samba cuando se enteró de que había un bloco. Ahora esos diez amigos estaban en camino.
En una hora, la banda estaba rodeada por más de 200 personas que bailaban y cantaban. Se vendía cervezas a dos dólares. El carnaval había llegado.
“La música produce una vibración que te llega al corazón y te emociona. Y cantas, bailas, saltas, te alegras y te olvidas de todo”, dijo Fabio Morais, trompetista. “Luego vuelves a la realidad”.
De repente, hubo luces rojas intermitentes. La policía también había llegado.
Que se dispersen
En 1919, después de que la gripe española hiciera estragos en gran parte del mundo, la celebración del Carnaval de Río se llenó de tal desenfreno que todavía se conoce como quizá la mejor fiesta que ha visto la ciudad. Los historiadores afirman que ese año dio lugar a muchas de las señas de identidad del Carnaval que continúan hoy en día, como el mayor bloco de Río, los disfraces y los ocasionales besos a desconocidos.
Se trata de una celebración de días de indulgencia antes de la observancia de la Cuaresma cristiana. Al igual que en 1919, se esperaba que sirviera de válvula de presión tras las restricciones de la pandemia. “La fiesta es reparadora”, dijo Luiz Antônio Simas, un historiador que ha estudiado el Carnaval.
Entonces llegó la variante ómicron. En enero, el alcalde de Río pospuso hasta abril el desfile oficial de Carnaval, conocido por lo elaborado de los disfraces de los bailarines y las carrozas, y prohibió por completo los más de 450 blocos y sus desenfrenadas fiestas callejeras.
Pero una laguna en la política de Río -permitir las fiestas privadas de Carnaval- dejó que florecieran las reuniones pagadas. Aparecieron decenas de ellas, algunas ofrecían elaboradas actuaciones musicales y vendían entradas por más de 100 dólares. Muchos cariocas consideraron la política como hipócrita.
“La prohibición no se basó en criterios de salud pública”, según Simas.
La alcaldía se mantuvo firme. El encargado de dar caza a los blocos de Carnaval era Brenno Carnevale -sí, ese es su verdadero nombre-, jefe del departamento que persigue a los vendedores ambulantes ilegales, a los taxis y, durante la pandemia, a las fiestas.
El día antes de que empezara el Carnaval, Carnevale dijo que tenía 32 agentes vigilando las redes sociales en busca de blocos y cientos de policías patrullando las calles. Se habían infiltrado en más de 50 chats de grupos de WhatsApp.
“Siempre hay gente que quiere desafiar las reglas”, dijo. Si los blocos salen, “buscaremos el diálogo”, dijo Carnevale. “Vamos a pedirles que se dispersen”.
"No vamos a parar"

Cuando la policía apareció en el Boulevard Olímpico el viernes por la noche, la situación se puso tensa. En cierto modo, el encuentro marcaría el tono del resto del Carnaval.
La policía quería que el bloco se moviera. Pero los agentes no dijeron necesariamente que tuvieran que dejar de tocar. “Nos vamos a la Praça da Harmonia”, dijo Paula Azevedo, una apasionada trombonista. “No vamos a parar”.
La fiesta se convirtió en un desfile por el Boulevard Olímpico, ganando energía y tamaño a medida que avanzaba. Cuando la banda giró a la izquierda por una calle más estrecha, era difícil moverse.
A las 3:00, miles de personas abarrotaban la Praça da Harmonia. Saludaban a los amigos, se besaban y se movían al ritmo de la música. La gente llevaba pelucas, capas y plumas, los vendedores vendían caipirinhas, pinchos de carne y mazorcas de maíz. Y la banda no paró, los tambores y las trompetas eran el corazón de la fiesta. Con vistas a todo esto había una comisaría de la policía estatal.
A las 6:00 a. m., Paulo Mac Culloch, portavoz de Carnevale, respondió a un mensaje de texto en el que se le preguntaba si el departamento había visto algún bloco. “Hasta ahora, no”, respondió.
La fiesta dejó claro que el Carnaval de Río estaba en marcha. Aunque mucho más pequeño de lo habitual y sin la infraestructura típica, como baños portátiles y escenarios de sonido, los blocos tocaron por las calles del centro durante los cuatro días siguientes, atrayendo a veces a enormes multitudes. La policía, por su parte, se dedicó a observar.
El lunes, el departamento de Carnevale dijo que disolvió 11 blocos desde el sábado hasta el lunes. “El Carnaval de la calle, con los grandes blocos organizados, no sucedió como lo acostumbrado”, dijo el departamento. “Sin embargo, tuvimos gente celebrando en las calles y lo seguimos todo”.
Renata Rodrigues, socióloga y baterista de un bloco feminista, dijo que, a pesar de todos los desafíos, el Carnaval callejero de Río estaba vivo y bien.
“No hay nada más carioca que esta cultura de la calle, esta forma de entrelazarse, de juntarse con gente que conoces y que no conoces”, dijo. Y agregó: “No hemos podido hacer nada de eso hace dos años, así que ha sido un Carnaval memorable e increíble”.