Cuando Rody Reimundez desensilló su caballo en la Expo Prado, entre ejemplares de pura sangre y campeones, muchos lo miraron con sorpresa. Uno le preguntó, con ironía, para qué quería a ese caballo flaco. Él sonrió, orgulloso: sabía que, en comparación, no llevaba “un Ferrari, sino un fusquita”. Pero cuando él y su compañero mostraron el resultado de más de tres décadas de trabajo, un brasileño le pidió que pusiera el precio que quisiera.
Lo que presentaba era un apero criollo completo, con piezas de hasta 150 años, y un caballo entrenado como los de antaño: listo para salir a la batalla. El conjunto fue posible gracias a la intervención de más de una docena de artesanos -varios de ellos extranjeros- y a un meticuloso trabajo de investigación histórica. Esa fidelidad al pasado, y la obsesión por no dejar detalle librado al azar, lo llevaron a quedarse con el primer premio en su categoría.
“Nosotros no nos dedicamos a la belleza. Nos dedicamos a las cosas auténticas. No a lo que se ve, sino a lo que realmente se siente y a lo que realmente era. No a falsos estereotipos”, dice a Domingo. Reimundez es reconstructor patrimonial -responsable de proyectos como Capilla Farruco (Durazno), Pueblo Gaucho y Batería del Medio (Maldonado), entre otros- y lleva la misma pasión por la recreación histórica a su interés por difundir la memoria tradicionalista.
Atención a los detalles.
Desde los 18 años, Reimundez comenzó a reunir aperos y elementos de época, un trabajo que hoy suma más de 30 años. La tradición familiar lo respaldaba: es la séptima generación dedicada a la recuperación patrimonial, desde la forja hasta la piedra, y varias de las piezas que hoy forman parte de sus conjuntos fueron heredadas de su abuelo y bisabuelo, incluyendo parte de la pechera, las riendas y el verijero -un facón corto-. Cada objeto es una pequeña cápsula del pasado, fruto de largas horas revisando libros antiguos, diarios, cuadros y documentos “con lupa”, y de consultas con expertos y artesanos para garantizar la autenticidad.
Reimundez no se detuvo en lo que ya existía: para recrear su apero premiado convocó a más de una docena de artesanos de Uruguay y Argentina, desde platerosy talabarteros hasta hilanderas de ponchos de vicuña, cada uno aportando su conocimiento para reproducir técnicas que casi se han perdido. Algunas piezas, como la vaina para el cuchillo, requirieron más de 150 horas de trabajo; otras, como el peleo de hilo -el acolchado de la montura entre la cincha y el lomo del caballo- demandaron un año entero de labor minuciosa. “Se cosió un hilito al lado del otro, y después se torneaban de a tres”, recuerda sobre el artesano argentino que llevó adelante la tarea.
La platería, obra de los hermanos Alipio y Ramón Suárez de Sarandí del Yí -creadores del histórico apero del legendario caudillo Aparicio Saravia-, brilla con más de un siglo de historia; cada espuela, argolla y detalle de alpaca o plata fue cuidadosamente seleccionada y restaurada. Los puñales y facones caroneros -cuchillo largo-, con dataciones que van de 1840 a 1860, son piezas únicas pocas veces vistas.
Pero en este apartado también hubo desafíos. Reimundez encargó dos piezas a un platero local, pero no logró obtener el color ni la textura adecuados. Tras varias pruebas y la oxidación de la plata, recurrió a un especialista de Funes, Rosario (Argentina). Con un laboratorio propio, este artesano realizó muestra tras muestra, buscando las aleaciones exactas de plata y oro que se usaban en la época, para reproducir no solo el color y la textura originales, sino incluso el poro del metal. “Soy perfeccionista por oficio; cuando veo una diferencia, no la acepto. Mi objetivo es que todo lo que hago -mi vestimenta, mis aperos- sea lo mejor posible”, explica Reimundez a Domingo.
El sombrero panza de burra -“igual al que usaba Saravia y otras personalidades”- merece una mención aparte: fabricado con moldes antiguos, con cinta de seda original y forros de la primera generación de la Fábrica Nacional de Sombreros (fundada en 1898), es casi irrepetible, recuperado gracias a la investigación en archivos y a la paciencia de los actuales dueños que revolvieron en los depósitos. “Para mí, como tradicionalista, esto es un tesoro”, apunta.
Los chalecos cruzados -uno corto y otro largo, confeccionados por un sastre de Montevideo-, las bombachas hechas por una modista de la capital con telas y casimires de fines del siglo XIX, y las botas de cabritilla, especialmente mandadas a hacer en piel de cabra joven, completan la vestimenta del montante, que refleja con detalle la moda y la tradición de la época. “No olvidemos el poncho, que es algo muy poco visto: de algodón inglés, datado entre 1870 y 1880”, añade Reimundez.
La carona, pieza de cuero que se coloca sobre la montura para proteger el lomo del caballo y brindar soporte al jinete, y el sobrepuesto, ambos confeccionados con piel de yaguareté, completan el apero. Reimundez consiguió un tapado de esa piel en la feria de Tristán Narvaja y complementó el sobrepuesto con piel de gato montés obtenida en un remate, más otra porción de yaguareté hallada en la liquidación de una peletería. Las riendas fueron realizadas punto a punto por un guasquero, con cuero especialmente preparado de vaca, y para el cinchón otro artesano utilizó piel de gato montés. Los jerbones, acolchados que se colocan entre la montura y el lomo del caballo, fueron otra pieza clave: Reimundez no encontró artesanos capaces de hacerlos en Uruguay. “Hablé con varias hilanderas y no hacían eso”, recuerda. Finalmente, recurrió a un grupo de artesanos de Salta, Argentina, especializados en tejer ponchos de vicuña, quienes le confeccionaron dos unidades idénticas a las usadas en la época. Cada elemento refleja no solo materiales excepcionales, sino años de búsqueda, restauración y trabajo artesanal.
La minuciosidad de Reimundez roza lo obsesivo: “Para completar una cincha de unos 120 años que estaba rota, desarmé un sofá de más de un siglo”, relata, dando cuenta de las horas y la dedicación necesarias para reproducir cada detalle.
Su obsesión se extiende incluso al caballo: meses de búsqueda y preparación lo llevaron a seleccionar un ejemplar mestizo, fuerte pero ágil, entrenado para reproducir los movimientos y la postura de los caballos de guerra de la época. La doma, la alimentación -de ahí el comentario de que estaba “flaco”- y el estilo de monta fueron estudiados para que cada gesto fuera fiel a la historia.
El ejemplar fue domado y preparado por un joven de Pirarajá (Lavalleja), que lo entrenó en criollas, rondas y paleteadas antes de que Reimundez lo llevara a su casa para ajustarlo a su estilo. No quería un caballo prestado, sino uno propio, elegido y trabajado especialmente para encarnar lo que había estudiado en libros. “Si yo fuera jurado, daría un 25% al caballo, otro 25% a las pilchas y la presencia, y un 50% al apero”, resume.
Para Reimundez, más allá de los premios, lo importante es el mensaje. “Esto nos ayuda a todos: hay que investigar, esforzarse. No es cuestión de echarle solo plata y oro al lomo del caballo, sino de entender qué se está representando”, afirma. Su búsqueda lo llevó incluso a pasar dos años con un pequeño retazo de charol en la camioneta, hasta dar con una cartera de mujer cuyo material era idéntico al necesario para el ribete de la carona. “Tengo pasión por lo que hago”, concluye. Y es esa pasión la que convierte cada recreación en un acto de memoria viva.
El Concurso de Aperos de la Expo Palermo, en Buenos Aires, Argentina, es considerado la máxima cita del rubro: la “Champions League”, compara Rody Reimundez en diálogo con Domingo. Con varias décadas de historia, convoca multitudes: en la última edición se inscribieron 22.000 personas y apenas cuatro jinetes y cuatro amazonas por cada una de las nueve categorías logran acceder a la pista central. La exigencia es máxima: no alcanza con un recado antiguo, sino que cada pieza debe superar los cien años. Además, no se trata solo del apero, sino de una representación histórica integral. Se evalúa la fidelidad de la vestimenta y hasta del caballo. Este último debe asemejarse a los utilizados en la época, tanto en tipo, raza, pelaje y contextura, algo que lleva meses de preparación y selección. No solo se montaban criollos puros, explica Reimundez: los caudillos del Río de la Plata preferían caballos mestizos, resistentes y veloces, como el famoso “Banana”, el tostado inglés cruzado que fue el preferido de Aparicio Saravia.
La Expo Palermo premia así la obsesión por el detalle y la autenticidad. Reimundez ya fue invitado a participar el próximo año.