Tenemos 206 huesos. Algunos, como el cráneo —formado por ocho piezas—, pueden hablar incluso siglos después de la muerte. Horacio Solla ha aprendido a leerlos como si fueran un libro abierto. Desde hace más de tres décadas, este antropólogo forense —fundador de su disciplina en Uruguay— se dedica a reconstruir las historias que le cuentan los restos óseos: revela identidades, esclarece muertes y, a veces, cierra historias largamente abiertas.
Solla lleva la cuenta: “Desde que soy perito del Poder Judicial —donde ingresé en 1992—, he realizado unas 1.820 pericias”. Tiene, además, un récord: ha logrado identificar a más de 200 personas mediante el análisis de restos esqueléticos. Esa cifra, asegura, supera incluso la reportada oficialmente por el estado de Tennessee, que tiene más del doble de la población de Uruguay. Su trayectoria le ha valido varias invitaciones para trabajar en el exterior, pero ha preferido quedarse en el país por razones familiares.
Acaba de publicar su quinto libro, El enigma Berríos. Militares, políticos y asesinos (Planeta), en el que analiza uno de los casos más resonantes de su carrera: la identificación del cuerpo de Eugenio Berríos, exagente de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía secreta de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, asesinado en Uruguay.
Casi con rigor quirúrgico, Solla ha logrado transformar huesos dispersos en relatos completos.

El enigma Berríos.
“La naturaleza no hace dos cráneos iguales, ni siquiera en gemelos”, dice Solla a Domingo. La forma de las órbitas, la nariz y las proporciones del rostro ofrecen pistas únicas que permiten establecer coincidencias, siempre que se sepan leer las señales. “Con experiencia, basta con ver el cráneo y la foto para tener una idea bastante clara”, agrega.
Solla ya había utilizado la técnica de superposición craneofotográfica antes de recurrir a ella en octubre de 1995, cuando una corazonada cambió el destino de unos restos que llevaban meses sin ser identificados ni reclamados en la Morgue Judicial de Montevideo. Una tarde, se le ocurrió una hipótesis que, con el tiempo, resultaría decisiva.
El experto ya había reconstruido el cráneo, destrozado por dos disparos: uno en la parte baja izquierda del hueso occipital —la zona posterior de la cabeza— y otro sobre la región del hueso temporal izquierdo —parte lateral y base del cráneo—. También había establecido que los orificios coincidían con dos casquillos de proyectil correspondientes a un revólver Magnum .357, encontrados debajo del cuerpo, que había sido enterrado en una duna de la playa de El Pinar y hallado el 15 de abril de 1995.
Ya había determinado que los restos pertenecían a un solo individuo: hombre, de entre 40 y 45 años, caucásico, y de unos 1,75 metros de altura. También había detectado que el cadáver había sido colonizado por un escarabajo de color azul metalizado, el Corynetes ruficollis, lo que indicaba que la data de muerte era compatible con el primer semestre de 1993.
Pero no había coincidencias en la lista de personas ausentes, ni familiares que buscaran a alguien con ese perfil. ¿Podrían ser los restos del bioquímico chileno Eugenio Berríos? Se decía que había enviado cartas desde Italia tras un confuso episodio en Parque del Plata a fines de 1992, aunque el hecho se conoció recién a mediados de 1993 y fue objeto de debate parlamentario.
Berríos era un civil contratado por la DINA para adaptar el gas sarín a un formato transportable y aplicable en spray. El experimento fue exitoso: el gas se utilizó para asesinar a varios opositores al régimen de Pinochet. “Es un gas neurotóxico mortal. Solo con una inhalación produce una especie de paro cardíaco y no se pueden saber las causas. No deja huellas. Es el crimen perfecto”, relata.
Tras la disolución de la DINA y la pérdida del apoyo estadounidense a Pinochet, Berríos cayó en desgracia. Comenzó a traficar y consumir cocaína, era alcohólico y su comportamiento errático llamó la atención. La situación empeoró cuando fue citado como testigo en un atentado en Washington D.C.: él había sugerido utilizar gas sarín, pero finalmente se optó por una bomba. Para evitar su declaración, militares chilenos lo trasladaron a Uruguay bajo identidad falsa. Vivió en Montevideo y Parque del Plata, custodiado por militares uruguayos, hasta que intentó escapar. Finalmente, fue asesinado, un caso que Solla relata en su libro.
Para confirmar su hipótesis, solicitó al Juzgado Letrado de Pando fotografías de Berríos. Un mes después, recibió una sola imagen, en blanco y negro. Ya estaba familiarizado con la técnica de superposición craneofotográfica, desarrollada por primera vez por John Glaister Jr. en la década de 1930, quien resolvió un doble asesinato cometido por el médico Buck Ruxton. Este se había esmerado en eliminar toda evidencia: desmembró los cuerpos de su esposa y su ama de llaves, e incluso les extrajo las huellas dactilares. Pero fue inútil. La fototransparencia de un cráneo sobre la imagen de su esposa no dejaba dudas sobre su identidad.
“En el caso de Berríos, pude comparar cráneo y dientes. Todo coincidía perfectamente”, resume Solla. Hay que recordar la mencionada verdad básica: no hay dos cráneos iguales.
La fotografía mostraba un primer plano de un Berríos sonriente, tomada el día de su boda. Solla pudo comparar el cráneo con el rostro y las seis piezas dentales visibles en la imagen. El antropólogo forense no tenía dudas sobre la identidad. Sin embargo, el resultado fue confirmado tres veces más, mediante distintas técnicas, dado que el caso implicaba a actores políticos y militares de la época.
“Se pidieron placas dentales a Santiago y mandaron unas excelentes. Ayudé al odontólogo de la morgue en la identificación. La identificación dental es el método más antiguo y el más fiable, pero salvo por Berríos y algún otro caso aislado, he podido identificar a muy pocos porque es difícil encontrar registros ante mortem”, explica a Domingo.
Meses después, se realizaron pruebas de ADN a los padres de Berríos, que arrojaron resultados positivos. Recién a fines de mayo de 1996, la Justicia dio por confirmada la identificación de los restos, tal como Solla lo había determinado mediante la superposición craneofotográfica. “El caso Berríos fue muy complejo y lleno de intrigas”, resume.
Si bien el antropólogo forense logró reconstruir la historia final del cadáver, todo lo que Berríos sabía sobre los crímenes del régimen de Pinochet en el marco del Plan Cóndor quedó silenciado para siempre.

Más casos.
Además del caso Berríos, la labor de Solla ha sido clave en otros casos de alto perfil. Entre ellos, destacan los primeros tres desaparecidos durante la dictadura militar —Roberto Gomensoro Josman, Ubagésner Chaves Sosa y Fernando Miranda—, así como víctimas de crímenes policiales como Natalia Martínez, Nadia Cachés, Jonathan Viera y Andrés Moreira.
No siempre recurrió a la técnica craneofotográfica asistida por computadora. Por ejemplo, en 1991, cuando desapareció Jonathan —un niño de 5 años que fue hallado sin vida en la Laguna del Cisne— esa herramienta no estaba disponible. En ese caso, Solla realizó una reproducción facial: modeló con material plástico el rostro de la víctima a partir del cráneo, calculando los espesores promedio del tejido blando en distintos puntos. “No es un método de certeza absoluta, pero una vez hecha la cara, quedó muy similar, y todos los demás datos —sexo, estatura, edad, data de muerte— coincidían. En ese entonces tampoco se hacía ADN en el país. No me discrepaba ninguno de los datos físicos del esqueleto”, cuenta. La confirmación llegó después con una prueba de ADN en Francia, tras un primer resultado negativo en Alemania. “Cualquier método puede fallar”, por eso recomienda aplicar al menos dos técnicas distintas.
Otra técnica común es la comparación radiográfica, que compara radiografías previas de la víctima con el cráneo hallado en la escena del crimen. Se examinan los senos frontales, cavidades únicas ubicadas en el hueso frontal del cráneo, por encima de las cejas. “No hay dos individuos con senos frontales idénticos”, dice Solla. “Son como una huella dactilar”.
Por cada caso que se abre, Solla realiza la pericia correspondiente. No todos son dignos de libros o películas; la mayoría se resuelve con facilidad. Muchos corresponden a restos óseos usados como material de estudio por estudiantes de medicina, provenientes de cuerpos no reclamados. En ocasiones, el antropólogo es convocado solo para confirmar que se trata de huesos de animales. Los casos que quedan sin resolver suelen ser aquellos en los que no existe ninguna pista sobre la identidad de la víctima. En los otros, aunque no haya voces, a veces los huesos hablan. Y Solla los escucha.