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El chef latino número uno

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El buen clima en la cocina es una de sus claves.

El peruano Virgilio Martínez es desde el año pasado el líder del mejor restaurante del continente, según la famosa lista 50 Best.

Tiene 37 años. Cuando era niño jugó seriamente al fútbol y en su adolescencia fue campeón nacional de skate de Perú. Atraído por la cocina, estudió en las escuelas Cordon Bleu de Canadá y Gran Bretaña. Trabajó en Nueva York en el mejor local francés de la época. Incendió el restaurante del Four Seasons de Londres. Aprendió y dominó la cocina asiática en Singapur. Fue parte del primer proyecto de Gastón Acurio en Lima. Fue el chef ejecutivo de Astrid & Gastón en Bogotá y más tarde en Madrid. Y antes de ponerle fondo y forma a su obra y crear su restaurante Central, trabajó con Santi Santamaría en el famoso Can Fabes.

Este es Virgilio Martínez, el chef que, según la publicación de los 50 Best —la lista de San Pellegrino que clasifica los 50 mejores restaurantes de Latinoamérica—, es el número 1.

El limeño desbancó así en setiembre pasado a su coterráneo Gastón Acurio (quien bajó al segundo puesto en el listado), en lo que los expertos gastronómicos señalan como otro salto más del fogón peruano y la reafirmación de la gastronomía inca, que ha sido la más mentada de los últimos diez años en el mundo.

Pero, ¿por qué es el chef número uno en Latinoamérica? ¿Qué es lo que tiene su cocina? Virgilio explica que más allá del sabor, este reconocimiento tiene que ver con la solidificación de un equipo talentoso, muy aceitado, cuya cabeza es su esposa, Pía León —hoy la jefa de cocina de Central—, y que se extiende a un grupo de jóvenes totalmente apasionados por su trabajo. Y solo basta asomarse por su cocina abierta para entender que lo que allí se cuece, se cuece con convicción.

Sus platos confirman que Martínez es un exquisito artista que ha sabido combinar su talento en los fogones con un riguroso proceso de investigación. Una lenta tarea que comenzó hace más de un lustro con la localización de delicados productos de su país y que hoy remata con un despliegue de técnicas culinarias de avanzada, las mismas que aprendió en un largo periplo por las cocinas del mundo.

Martínez es un tipo relajado, demasiado flaco para ser cocinero y con cara de niño; un peruano de voz baja y arrastrada, un creador de buenas maneras, mirada pícara y humor inquietante.

En Central, su restaurante en Miraflores, solo aterrizan en la mesa productos locales. Pero no se queda ahí. Martínez, con su menú de degustación, que vale 120 dólares y tiene 17 momentos (platos), propone un viaje por Perú a través de sus ingredientes. Casi una clase de geografía, antropología, ictiología y botánica.

En otras palabras, la carta (que al final la obsequian en un librito dibujado a mano) comienza por explicar la profundidad o altura en la que se encuentra cada componente. Por decir: algas extraídas a 25 metros del fondo del mar, chirimoyas de 1.750 metros de altura, o papa Isco de 4.200 metros. Central sugiere un viaje que va del mar a la cordillera y de la selva al desierto. Todo con un sofisticado nivel de detalle en la presentación.

Ahí están el pulpo con maíz morado y airampo; leche de cactus con pétalos de retama; calamar con sargazo y barquillo, vieiras con zapallo de loche y tumbe; carpaccio de aguacate con tomate de árbol y kiwicha; papa Isco con cushuro y tunta; postre de chirimoya y muña, entre otros.

No hay harinas, no hay frituras, no hay lomos saltados, no hay ceviches. Es, en realidad, un amplio y novedoso concepto gastronómico, repleto de nuevos orgullos, sabores, texturas y muchos colores.

—¿Cuál fue tu primera experiencia gastronómica?

—El cliché de todos: la cocina de la abuelita. Me crié con todos esos guisos que ahora no comemos: la carapulca, el ají de gallina... Eso para mí es la memoria.

—¿De niño imaginaste ser chef?

—¡No! En Perú eso era muy raro.

—¿Y cuándo te sonó la idea de ser cocinero?

—Primero quise vivir de la cocina. O mejor, quise vivir afuera del Perú. Yo no quería la vida normal del Perú: abogado, familia, perro, etc. El caso es que, cuando fui a hacer un curso de inglés en Escocia, a mis 15 años, vi que podía trabajar en las cocinas y con eso ganar algún dinero. Comencé limpiando zanahorias y brócolis y luego pelando almejas y abriendo ostras. Entonces dije: Vuelvo a Europa y pelo papas, si es necesario. Todo para seguir viajando. Pero aquí, en Perú, no me quedo. Eran tiempos difíciles, todo el mundo se quería ir. Estábamos jodidos en todo, en fútbol, en política, en economía, en secuestros, en terrorismo, en todo....

Así comenzó a estudiar en el Cordon Bleu de Ottawa, Canadá. Escogió esa ciudad para hablar y aprender inglés y francés, y tener cercanía a la cocina francesa que, en ese tiempo, era su sueño. "Entonces no tenía conciencia de la cocina peruana. Francia era la regla máxima y los anticuchos eran una tontería", recuerda. Tenía 19 años y supo enseguida que era lo suyo. Uno de sus profesores lo contactó con el Hotel Ritz de Londres, donde empezó a trabajar como peón, el escalón más bajo. "Le limpiaba la mierda a todo el mundo", ilustra él, aunque con el tiempo logró ascender hasta chef de partida.

También en un restaurante francés de Nueva York sufrió discriminación por ser el único no galo de la cocina.

—Anthony Bourdain dice en su libro Confesiones de un chef que los ecuatorianos, colombianos y peruanos son los mejores en la cocina porque los tratan muy mal, y al otro día vuelven felices...

—Tal cual. Me maltrataban. Una vez eché a perder la salsa y el chef se fue a mi casillero, sacó mi morral, en el que tenía mi ropa con mi billetera y todo, y lo zambulló en la olla donde hacíamos el fondo de pescado. Y me dijo: Tú me jodes mi salsa y yo te jodo tu ropa. Nunca más le volví a joder la salsa a ningún chef.

Fue trabajando en el Four Seasons de Singapur que decidió decirle chau a la cocina francesa. Cuando descubrió los platos chinos, vietnamitas, thai, creyó que eran lo mejor. Al volver a su país, integró el staff de Café del Mar, de Gastón Acurio: cocina mediterránea, pero con toques peruanos. "Entendí que había algo con la cocina peruana. Pero me volvieron a llamar de Londres, para otro restaurante y dije: Tengo que aprender más y luego vuelvo a lo mío. Y así fue. No solo trabajé en Londres, sino en Francia e Italia. Estando en esas, Gastón me llamó y me dijo: Voy a abrir Astrid & Gastón en Bogotá y quiero que tú lo dirijas".

—¿Cuándo encontraste tu lenguaje?

—Cuando entendí que si quería un restaurante de innovación, tenía que investigar y eso significaba caminar mi país. Nunca me puse en la orilla del yo conozco la cocina clásica peruana, sino que, más bien, dije: Esto es lo que vi en tal parte y creo que se puede hacer así. Entonces la visión se fue más allá, a lo antropológico, a lo social. Y también artística, estética. Entendí que lo bello es lo que es justo.

—Pareces un tipo tranquilo... ¿te pesa el estrellato?

—Es nuevo y no lo pienso mucho. Simplemente, cuando me tomo las fotos con todas las mesas, pongo mi mejor cara y pienso que tengo que agradecer. Yo me lo busqué.

—Entonces sí pesa...

—Cuando me dicen que si quiero ser embajador de la marca Perú, ya no puedo hacer tonterías. Eres un ejemplo para cierta gente. Lo que dices debe ser prudente. Lo que haces, consecuente. Igual, siempre he sido una persona que trabaja un montón.

—Cuando consientes a tu mujer, ¿qué le preparas?

—Pastas. Tengo toda la técnica.

—¿Qué le aconsejarías a un joven que se inicia en la cocina?

—Que se deje guiar por los mentores y que monte su restaurante después de muchísimos años de experiencia. Por lo menos diez años. * El Comercio

Buenas y malas para aprender de cocina

Muchas veces tuvo que soportar malos tratos en restaurantes del primer mundo por su condición de peruano. En el Ritz de Londres decidieron llamarlo "Ross" en lugar de Virgilio y era el último en dejar la cocina, tras limpiar montañas de pescado. En el restaurante Letuce, en Nueva York, casi pierde una oreja. "Yo estaba encima de las sopas y se me acabó el caldo. Y en vez de traer mi caldo y calentarlo, saqué agua de una botella y le eché a la sopa. El chef me vio y me lanzó un cenicero que me cortó la oreja". ¿Ese trato criminal de las cocinas se ha terminado? "No exactamente, pero sí ha cambiado mucho ese mundo", reconoce el hoy dueño de Central quien, en su local, exhorta a un ambiente de paz y amor, casi eco-hippie. Pero todas las experiencias, dice, han sumado. Cuando decidió dar el salto a España, tras haber leído sobre Ferrá Adrià, pasó por muchos restaurantes hasta que llegué al de Santi Santamaría. De él entendió cómo organizar una cocina y saber hacer equipo. "No era tan buen cocinero como sibarita. Entendía muy bien el producto. Era un cocinero que se sentaba a comer".

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El buen clima en la cocina es una de sus claves.

NombresMauricio Silva / El Comercio-GDA

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