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Tres poemas del "Romancero canyengue"

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Anales del tango

Que ponen la gamba alpargatada en el suelo, mientras juna hacia el cotorro.

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Tango de la última grela

Del fondo de las cosas y envuelta en una estola
de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho,
vendrá la última grela, fatal, canyengue y sola,
flameando entre la zaina tiniebla de los puchos.

Con vino y pan del tango dulcísimo que Arolas
callara junto al barro cansado de su frente,
le harán una misa rea la voz de los bandolas,
zapando a la sordina, ¡tan misteriosamente!...

Despedirán su hastío, su tos, su melodrama,
las pálidas rubionas de un cuento de Tuñón.
y, atrás de los portales sin sueño, las madamas
de trágicas melenas dirán su extremaunción.

Y un sordo maquilleo de esplín y de macanas
tangueándole en el alma, le quemará la voz;
y, muda y de rodillas, se venderá sin ganas,
sin vida, y por dos pesos, a la bondad de Dios.

Traerá el olvido puesto. Y allá en los sainetones
del alba el Mal, de luto, con cuatro besos pardos,
le hará una cruz de risas; y un coro de ladrones
muy viejos sus extrañas novenas en lunfardo.

Qué sola irá la grela... ¡tan última y tan rara!,
sus grandes ojos tristes trampeados por la suerte
serán sobre el tapete raído de su cara,
los dos fúnebres ases cargados de la muerte.

Solo y espera

                                            a Jorge Seijo

Raspaba la espectral bandoneonía
su misticordia canyengue con un vano
rumor catedralero en la baldía
atmósfera colgada del verano.

Sentado en aquel bar con mi fulano
silencio, me esperé. Y en la sentina
ausencia de mis ojos, al desgano,
puso su mugre serena la cortina.

Siguió la tarde fraseando sus propinas.
Los años se gastaron. Tangamente,
la vida hizo su solo de rutina.

Y, al fondo a la derecha de la gente,
mi taza de café era una letrina
donde flotaba yo, grotescamente.

Corralonera

Clava, de diestra, la zapata en seco
que grazna, al rojo, proleteando el fleco
contra la yanta. Y deteniendo el carro
bajo el baruyo de un arnés de lata,
olfa, chispeando, el mancarrón la grata
y estercolera hogareñez del barro.

Moña, él, la rienda en el pescante. Al vuelo
pone la gamba alpargatada en suelo.
Y, mientras juna hacia el cotorro, siente
que, de meneo, a su babor de trompa
se le pichicha un cuzquetín al lompa
con un ladrido bataraz. Sonriente,

todo el jotraba, fatigado, anocha
sobre sus hombros. Y con voz morocha
ella le mima un amarguito al trote;
y en tanto arrima a su camisa el pecho
pródigo, él bebe del olor a lecho
que sube a prometer desde el escote.

                          (tomado de Romancero canyengue, de Horacio Ferrer)

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