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Síndrome Talvi

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No voy a caer en el simplismo de criticar la renuncia de Daniel Salinas; es un hecho consumado y de nada valdría ahora contradecirlo. Lo que me interesa apuntar es la reiteración de un fenómeno que debería llamarnos a la reflexión: una constante de nuestro sistema político que me atrevo a denominar como el síndrome Talvi.

Ingresa al ruedo político una personalidad excepcional, con altísima calificación técnica pero sin antecedentes electorales; desarrolla una carrera meteórica y se gana un lugar de admiración en la opinión pública, pero llega un momento en que tira por la borda todo ese caudal y se baja del sistema. Salinas y Talvi son dos casos emblemáticos, pero podría decirse lo mismo de Pedro Bordaberry, si bien su origen es de pertenencia al establishment partidario.

No sé al lector, pero a mí me resulta muy preocupante que técnicos capaces, con un potencial político inmenso ganado solo a fuerza de capacidad, dilapiden ese capital de imagen y priven al país de sus valiosos aportes. No podemos evitar esta sangría pero sí argumentar a favor de un torniquete para que no continúe.

Los técnicos que se introducen en política tienen que entender que esta no es una actividad que se toma o se deja por propia voluntad. En lo personal es un honor y en lo colectivo, un compromiso con la gente a quien se lidera.

En circunstancias bastante más difíciles a las que pueden provenir del estrés y la necesidad de estar con la familia, a Winston Churchill no se le ocurrió irse para la casa cuando hubo que ponerle el pecho al nazismo. Lo mismo puede decirse hoy de Volodímir Zelenski, un actor de televisión que se puso al hombro la defensa de su país.

Uno puede abandonar una profesión liberal o un trabajo administrativo; incluso puede disolver un vínculo matrimonial si así lo siente. Pero sinceramente creo que no puede ni debe renunciar a un rol de representación ciudadana. Es aquello de que “de la presidencia solo se sale con los pies para adelante” como dijo Jorge Batlle en tiempos aciagos. Y vaya si gobernantes como Oscar Gestido en Uruguay y Salvador Allende en Chile cumplieron ese mandato moral.

El outsider que renuncia, además, podría estar alentando con su ejemplo a otras personas capaces, ajenas a la militancia política, a alejarse de ella. Dejarían la conducción de los destinos públicos solo en manos de los políticos profesionales, privándonos de sus aportes especializados.

Es verdad que en este país hay que tener nervios de acero para bancar insultos, mentiras y disparates. Pero ese es el precio a pagar por ejercer cualquier liderazgo. Y este no se ejerce solo por gratificación personal sino como un compromiso con quienes nos colocan en ese rol. Es una verdad que saben incluso los emprendedores que, en momentos de crisis, no cierran sus empresas por sentirse responsables de los trabajadores que dependen de ellas.

Es difícil que jerarquicemos la actividad política si, ejerciéndola con eficiencia y probidad, la consideramos una ocupación pasajera.

Tanto Salinas como Talvi podrían haber sido con el tiempo exitosos precandidatos de la Coalición Republicana. Haber renunciado a ello no debe ser leído como una actitud de modestia o desprendimiento personal. Fue un portazo en la cara a la legítima demanda de la ciudadanía que depositó su confianza en ellos.

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Álvaro Ahunchain

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