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Sin complejos

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Este título no es solo el nombre de un excelente libro de mi amigo Tomás Teijeiro, es el título inevitable ante los sucesos políticos y sociales del país en las últimas semanas (también meses y años, hay que reconocerlo).

En estos días, mientras analizaba posibles temas para escribir esta columna, los puse sobre la mesa sin poder elegir solo uno, ya que la realidad siempre ofrece un menú tan interesante como amplio, y pude percatarme de un común denominador: lo complejo de vivir sin complejos.

Es una cuestión transversal, que atraviesa a la sociedad toda y no es monopolio de ningún partido o institución.

Qué difícil parece ser elegir el camino de la honestidad intelectual y la coherencia, ese mandato que permite transitar con serenidad y equilibrio una huella de congruencia entre lo que se piensa y lo que se hace, entre el discurso y la acción. Sin los complejos que acarrean siempre acrobacias argumentales, piruetas ideológicas y autojustificaciones tan extensas como inentendibles. Así de simple, obrar en función de lo que se es.

Para nosotros los liberales las acciones individuales nos definen, eso explica el carácter imperativo (desde un punto de vista kantiano) que le damos a la moral, que entendida desde una concepción liberal, nos mandata a actuar de acuerdo a máximas que podamos querer como leyes universales.

Ahí está la coherencia y la radical diferencia de la doble moral que abunda en estos tiempos. La concepción liberal prioriza lo justo al bien, porque además entiende y respeta que lo bueno para unos puede no serlo para otros.

Por eso entendemos que no hay que andar con el “dedito ético” señalando a unos y a otros, a propios y extraños, subidos a un autoimpuesto pedestal moral. No, no sentimos la obligación ni de juzgar ni de imponer, respetamos y listo.

En una concepción filosófica clásica, desde Platón y Aristóteles, la moral es teleológica, y no está formada por los mandatos categóricos, sino por la práctica de la virtud, destacada en aquel pensamiento de Aristóteles de que “somos lo que hacemos repetidamente día a día, por lo cual la excelencia no es un acto sino un hábito”

Vivir sin complejos implica que si alguien es de izquierda pueda veranear en José Ignacio o donde se le plazca sin que sienta la necesidad de deshacerse en justificaciones autocomplacientes. Que vaya donde quiera con quien quiera, que está todo bien, si en definitiva es un lugar hermoso y nadie va a juzgarlo por eso.

Vivir sin complejos es no caer en la incoherencia de tener un vínculo positivo y fluido con Estados Unidos cuando el Frente Amplio es gobierno a pasar a hablar de “yankees” e “imperialismo” cuando se está en la oposición. ¿Qué inexplicable complejo los inunda para tener que exponer sus incongruencias de esa forma tan burda?

Vivir sin complejos es no tener que mentir sobre un título que no se tiene. ¿Tenés título? Bien. ¿No tenés título? También está bien (siempre y cuando no se diga que se tiene). Un título no nos hace mejor o peor persona, lo que nos define es si mentimos sobre la existencia del mismo y cómo se enfrenta eventualmente esa situación, reconociendo o no el error cometido.

No tengamos complejo si desde afuera nos llaman “hermano menor”. No nos define la opinión de un gobernante de un país extranjero, menos aún si se trata de alguien que debería estar más preocupado por su hiperinflación y porque su moneda llegó a una devaluación histórica. Probablemente lo necesite para reafirmarse internamente o le habla a una tribuna que necesita escuchar ese tipo de mensajes. Sobreactuar una respuesta ante eso es no reconocer lo que somos y lo que valemos.

Vivir sin complejos es no tener ningún inconveniente de abrazarse con Lula y pensar en una visión coincidente del Mercosur, y a su vez condenar enfáticamente y jugando de visitante las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Una cosa no quita la otra, sin miopías ideológicas ni condicionamientos. De frente y con coherencia

Vivir sin complejos es tener una visión integral del Uruguay. Quien diga, como Fernando Cabrera “son los ricos los que vienen, al gusto de nuestro Presidente y su gobierno” o “no se vinieron a vivir a Uruguay sino a Punta del Este” evidencia complejos ideológicos y de prejuicios por donde se lo mire. Los preconceptos alimentados desde el resentimiento o la ignorancia son difíciles de erradicar, pero ojalá algún día quienes deberían propagar la belleza de la música hicieran eso en vez de alimentar resentimiento desde una militancia cultural.

¿Qué inexplicable complejo se tiene con los “malla oro”? ¿Le tienen rechazo a la generación genuina de empleo? ¿Quién va a generar trabajo si no es el empresario? En fin, complejos los complejos.

En nuestro país parece que está vedado el feminismo para quienes no sean de izquierda. También en los colectivos LGBTQI+ parecen tener cierta aversión para quienes no sean de izquierda. Son las cosas inentendibles de movimientos que defienden justas causas, pero que parece que discriminan (qué paradoja) a quienes no sean de izquierda. Vivir sin complejo es militar por buenas causas sin casarse con nadie y menos aún flechar la cancha. ¿O acaso es monopolio de la izquierda la pertenencia a los colectivos de la diversidad? Vale destacar que la voz de los ultraconservadores y retrógrados se levanta en todas las tiendas, no solo en las que quieren selectivamente ver los colectivos. Podrían dejar los complejos ideológicos de lado y condenar todas las voces que se apartan de la tolerancia, todas.

Una sociedad pluralista debería abandonar los complejos. Los valores deben ser una herramienta para la convivencia donde se respeten las opciones individuales, donde nadie deba justificarse ideológicamente para hacer o decir algo.

La libertad suprema está en actuar sin condicionamientos y sin la duda de que una postura ideológica pueda deslegitimar una acción buena. Somos lo que hacemos, como enseñaba Aristóteles, por lo tanto la acción define al individuo y no al revés. El día que algo sea bueno o malo no por la acción en sí misma sino por quien la ejecuta, ese día habremos perdido la libertad.

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Diego Echeverría

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