La igualdad

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Durante siglos, quizás hasta la Magna Carta, la desigualdad tanto formal como material fue un factor dado en la historia de la humanidad. Estaba en el ser de las cosas, en la realidad. La existencia de estamentos y clases, encuadrados en normas particulares, no era algo que llamara la atención. Hasta el cristianismo, en un comienzo, tomó la esclavitud como una suerte de imperfección de la realidad, a ser sublimada, pero no abolida.

Quizás el primer atisbo político de una movida en pro de mayor igualdad sea la retobada de los barones ingleses contra Juan Sin Tierra, allá por 1215, tratando de acotar el manejo arbitrario de la ley y de la justicia. Pero estaba referido a unos pocos y con ese fin acotado.

Igual, de alguna manera, la meta quedó fijada: apuntar a una mayor igualdad. ¿De qué tipo? Ante la ley. No era poca cosa, pero tampoco más que eso.

A lo largo de las guerras civiles británicas, culminando en la Glorious Revolution de 1688, la meta de la igualdad ante la ley, de la reducción o eliminación de privilegios (“leyes privadas”, que eso quiere decir), fue avanzando hasta explotar en la Revolución Francesa.

Pero aún ahí, y a pesar de las presiones “comunistas” del pueblo de París, la meta siguió siendo formal: igualdad ante la ley. Cierto que derramó socialmente a la igualdad de trato, haciendo hincapié en la eliminación de títulos: todos pasaron a ser “ciudadanos”. Pero ni a Robespierre se le ocurrió preconizar la igualdad material.

Sin embargo, hay un cambio: de ser apenas una meta, la igualdad pasó a ser un ideal. Un ideal filosófico, pero sobre todo, político. A partir de la Revolución Francesa (y en parte de la Americana), no hubo movimiento revolucionario, sea en Europa o en América, que no tuviera grabado en su bandera el ideal de igualdad. Siempre formal, ante la ley.

Pero, ya con Rousseau, luego con los socialistas utópicos y con Marx, aparece el argumento de que no sirve para mucho ser iguales ante la ley cuando económica y socialmente yo estoy horrible y otros de bigote parriba.

Ya no será sólo un ideal: la meta original pasó a ser una ilusión.

Lenin la ubicó decretando que no era el momento, que faltaba pasar por la dictadura del proletariado y otros detalles y el propio Deng completó el “ubicol” al decir que sí, que todos deben ser iguales, pero que algunos lo serán antes que otros. De hecho, el entonces Secretario Gral del PC Chino, Zhao Ziyang, discípulo de Deng, aseveró, allá por 1987 que la realización del ideal comunista iba a tomar por lo menos 100 años y que, para alcanzarlo, faltaba pasar por la fase capitalista que Mao, con sus locuras, no había permitido. Y todavía están en eso, aunque el anuncio del actual mandamás, Xi Jinping, bajó la espera a 15 años.

Pero eso es en China, en el resto del mundo la ilusión quedó instalada y a lo largo de décadas, desde el fin de las grandes guerras, llamadas mundiales, la marcha por la igualdad material fue avanzando, a paso firme. A veces más rápido, otras más despacio, pero sin recular jamás.

Hasta que, en los tiempos que corren, la igualdad ha devenido en una fruta venenosa que las sociedades, o partes de ellas, se empeñan en morder. Que la tradicional igualdad formal, ante la ley, ya no es suficiente para contentar a la opinión pública, es un hecho (salvo en realidades como la China). El problema es que los gobiernos y sus estados no saben (ni tienen) cómo dar satisfacción a ese anhelo.

Lo que está generando brutos líos.

Agravados por el hecho de que ya ni siquiera tenemos que solucionar el problema de igualar materialmente a los integrantes de una sociedad. La cosa se ha complicado todavía más: ahora tenemos realidades que exigen incluso algo más que igualar (lo cual ya es imposible). Tenemos la famosa “agenda de derechos” que exige cosas especiales: para mujeres, diversos, negros, “originales”, etc. La igualación material en estos casos es más exigente: pasa a ser una desigualdad igualadora, (aunque suene a contradicción).

El tema no es que todo esto esté mal sino, sino si es posible.

Como es muy fácil manijear a la opinión pública, apuntando a los ricos, la igualdad o su imposibilidad son la gran mecha de las explosiones sociales contemporáneas.

Del lado de posiciones más liberales o por lo menos no tan ultras, se intenta neutralizar los reclamos hablando de igualdad de oportunidades, pero también eso es una quimera.

Hace unos días, en un reportaje que le hiciera La Diaria, José Mujica, lo admite expresamente: “Igualdad no quiere decir que ganemos todos lo mismo y que comamos lo mismo. Igualdad es una sociedad que asegure un punto de partida más o menos similar. Después cada uno dará lo que pueda.”

Pero no es lo que preconiza su gente.

La igualdad se ha transformado en un veneno.

Y, por el camino, la igualdad clásica, ante la ley, ya no es universalmente aceptable. En el afán por conseguir lo inalcanzable estamos perdiendo lo esencial.

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