La historia de Joseph Ratzinger distingue tres etapas. En la primera está el joven teólogo cuyos enfoques novedosos sorprendían al sólido Micheal Schamus, deslumbraba en los claustros universitarios de Bonn, de Münster y de Ratisbona, y admiraba la “nueva teología” del célebre catedrático de Innsbruck, Karl Rahner.
En la segunda etapa está el duro guardián del dogma que encarnó cuando el Papa Juan Pablo II lo convirtió en prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio”; etapa a la que llega más aferrado a la tradición patrística y distanciado del escolasticismo y de las huellas de Kant, Hegel y Heidegger que percibía en Rahner.
En la tercera etapa, está el Papa Benedicto XVI, quien a pesar de su inmensa timidez, de su dificultad para liderar y de su desagrado por las actividades gubernamentales, terminó librando épicas batallas contra los poderes más oscuros de la curia romana y provocando un tremendo cataclismo con su renuncia al trono de Pedro.
En la segunda etapa del trayecto teológico y pastoral de Ratzinger, su vigoroso intelecto y rigurosa formación parecían enfocadas únicamente a sostener la estructura de la iglesia, defendiendo la certeza dogmática de todo lo que la desafiara.
Fuera de la certeza dogmática, para el titular del santo oficio todo era “relativismo moral”. Sin embargo, en los años de juventud y claustros universitarios, hubo en él un interés por la verdad como una búsqueda, y una vocación por el debate intelectual, incluso si alcanzaba el mensaje evangélico.
No rechazaba la idea de verdad revelada, pero no se cerraba al debate. Al contrario, lo promovía. Por eso, abrevando en las vertientes teológicas consideradas conservadoras respecto al dogma y la liturgia, el joven teólogo fue uno de los asesores del Concilio Vaticano II, destacándose junto a intelectuales vanguardistas de la iglesia de aquel tiempo, como el jesuita Henri de Lubac y el dominico Yves Congar.
A esa altura, lo que había escrito Joseph Aloisius Ratzinger era equiparable en densidad y profundidad de contenidos a los siete volúmenes de la Teología Dogmática, la monumental obra del también alemán y bávaro Michael Schmaus, quien lo había reprobado en una de sus primeras tesis.
Por su personalidad retraída y su avanzada edad, muchos cardenales lo erigieron pontífice pensando que haría un papado de transición que no cambiaría en la estructura eclesial lo que no había modificado Wojtila. A Ratzinger, lo que le sobraba en vigor intelectual, le faltaba en carisma y voluntad de poder. No era un sacerdote de altares, sino de bibliotecas. Pero igual que Juan XXIII, a quien también habían elegido como Papa de transición y generó el concilio más trascendente y renovador, Benedicto XVI terminó sorprendiendo al clero al tomar ciertas decisiones sísmicas.
Fue el tímido Benedicto quien puso sobre la mesa el vicio de la pederastia como una de las gangrenas que carcomen la estructura de la iglesia. También fue ese hombre frágil que carecía del instinto político de mandar, quien expuso las opacidades que abundan en las finanzas vaticanas.
Los llamados “VatiLeaks” y la traición de su mayordomo personal, Paolo Gabriele, fueron los violentos mensajes con que sectores corruptos de la curia romana le advirtieron que se limitara a presidir las ceremonias y dar los discursos “urbi et orbi”, sin pretensión alguna de gobernar y, muchos menos, de cambiar ciertas realidades imperantes desde tiempos inmemoriales.
La traición de Gabriele le hizo ver su intemperie institucional y su falta de instrumentos para combatir a esos poderes oscuros. Y en esa soledad inerme, decidió arrojar sobre esos poderosos enemigos lo más destructivo que tenía para arrojarles: su renuncia.
Se colocó así en el estante de las excepciones a la regla de morir sobre el trono de Pedro. En ese estante está Gregorio XII, quien en el siglo XV dimitió en el marco del Concilio de Constanza, con la iglesia dividida y enfrentando al papa con sede en Avignon: Benedicto XIII.
Y también está Celestino V, el Papa que renunció en el siglo XIII a cinco meses de haber sido nombrado pontífice y por una razón que tiene similitudes con la que llevó a Ratzinger a renunciar: ni le gustaba ni estaba preparado para gobernar, pero tampoco estaba dispuesto a permitir que otros, motivados por codicias y ambiciones, gobernaran la iglesia desde atrás del trono que él ocupaba.