El Papa Francisco dijo estar “preocupado y dolido” por el encarcelamiento del obispo de Matagalpa. No serían esas las emociones más acordes al acontecimiento que las produce: la condena a 26 años de prisión en una cárcel común, más el estigma de ser declarado apátrida y traidor a la patria.
Monseñor Rolando Álvarez llevaba tiempo apresado en su propio domicilio, pero su negativa a abordar el avión cuando al pie de la escalerilla le comunicaron que se había ordenado su destierro, hizo estallar de furia a quien había decidido echarlo de Nicaragua. Entonces Daniel Ortega le aplicó la brutal condena, como castigo por negarse a ser desterrado con los otros 222 presos políticos que fueron expulsados del país.
Álvarez saldrá en libertad cuando haya pasado los noventa años de edad, si es que no muere en prisión durante las largas dos décadas y media que estará tras las rejas.
Más adecuado que “preocupado y dolido”, sería sentirse alarmado e indignado por esta nueva arbitrariedad cometida por un déspota cuyas represiones dejaron más de centenar y medio de muertos y cárceles colmadas de presos políticos.
No se trata de elegir palabras agresivas, sino de usar las más adecuadas al acontecimiento referido; aquellas que reflejen la gravedad de los hechos.
El jefe de la iglesia católica está obligado a pronunciarse sobre el encarcelamiento de un dignatario eclesiástico. Un Papa no puede no decir nada al respecto. De tal modo, como el hecho de pronunciarse no representa más que una obligación impuesta por la circunstancia, la importancia del mensaje está en los términos del pronunciamiento.
Si las palabras expresan o no la gravedad del acontecimiento es el parámetro para medir la reacción del pontífice frente al hecho.
Pedir “a la Inmaculada Virgen…que abra el corazón de los responsables políticos y de todos los ciudadanos a la sincera búsqueda de la paz”, implica equiparar la responsabilidad de quienes encabezan el régimen nicaragüense con los ciudadanos que padecen sus arbitrariedades y su autoritarismo.
El Papa sabe que las cárceles nicaragüenses se colmaron de presos políticos porque Ortega decidió eliminar a todos los que lo cuestionan y desafían su poder. Por eso empezó su implacable razia encarcelando a Cristiana Chamorro y los demás dirigentes opositores que intentaban candidatearse para la última elección presidencial, que finalmente se realizó con candidatos irrelevantes convertidos en opositores ficticios.
Como semejante tropelía levantó denuncias de intelectuales y dirigentes que llevan tiempo describiendo la construcción de una dictadura semejante a la de la dinastía Somoza, la siguiente ola de encarcelamientos puso tras las rejas a centenares de figuras notables, mostrando aún más el nivel de envilecimiento alcanzado por Ortega.
Como preso político murió Hugo Torres, el histórico Comandante Uno en la guerra revolucionaria contra el somocismo, que junto al Comandante Cero, Edén Pastora, dirigió la toma del Palacio Nacional que abrió el camino a la victoria sandinista y, cuatro años antes, había realizado el operativo comando para liberar guerrilleros presos, entre los que estaba Ortega.
El déspota que impera en Nicaragua hizo morir en prisión al guerrillero que lo había liberado de una prisión.
También encarceló a la Comandante Dos de la guerrilla sandinista de los años setenta. Dora Téllez fue excarcelada y desterrada con los restantes 221 presos políticos echados de Nicaragua. Y al llegar a territorio norteamericano, ella dijo algo más importante y más revelador que lo dicho por el Papa: a pesar de las crueles condiciones de encarcelamiento, Daniel Ortega “no pudo doblegar a nadie, a ningún preso ni presa política. Nadie se le arrodilló y le suplicó”.
La mujer que siendo casi adolecente lideró una columna insurgente contra una atroz dictadura, encontró un mensaje revelador sobre lo que acontece en Nicaragua.
El Papa Francisco, en cambio, simplemente habló. Lanzó palabras y frases que ni describen con alguna claridad la realidad que impera en Nicaragua, ni revelan quienes son las víctimas y quienes los victimarios.