En su reciente columna “Liberalismo y ambiente”, nuestro colega Hernán Bonilla realizó un interesante análisis del tema, y planteó la posibilidad de examinar las convergencias que pudieran existir entre estos dos conceptos.
Se trata de un planteamiento muy oportuno pues desde hace mucho tiempo se intenta convencernos de que existe una antinomia entre la conservación y la libertad; lo que es una falacia.
En una sociedad democrática y republicana, están garantizadas las libertades fundamentales y el cumplimiento estricto de las leyes.
Lo que significa, entre otras realidades, la efectiva tutela de las libertades individuales, empresariales, etc.; y al mismo tiempo lo que se considera la correcta protección del ambiente, apuntalada el pilar básico del desarrollo sustentable: la conservación. Recordemos que este es el único modelo conocido que puede atender nuestras necesidades actuales y, al mismo tiempo, salvaguardar los legítimos derechos de las generaciones venideras; extendiendo nuestras responsabilidades hacia el futuro de la humanidad.
Adherir a la idea de que alcanzar una correcta protección ambiental, respetando los principios de la sustentabilidad, coarta alguna de las legítimas libertades del individuo, implica sumarse a un error conceptual. Así como las normas que rigen la convivencia social en nuestro país implican derechos y obligaciones (limitaciones) para cada ciudadano, también lo hacen en lo referente al ambiente. Son parte del pacto social.
El art. 47 de la Constitución de la República y la Ley General de Medio Ambiente (Nº 17.283) aprobada en noviembre de 2000, nos recuerdan que la protección ambiental en el territorio nacional es de interés general y, por lo tanto, de ese amplio marco normativo se desprenden varias previsiones generales básicas que incluyen la política nacional ambiental y la gestión ambiental, imponiendo al desarrollo sostenible como una obligación que se impuso nuestra sociedad. Los habitantes de tienen derecho a ser protegidos en el goce de un ambiente sano y equilibrado; pero al mismo tiempo las personas físicas y jurídicas, públicas y privadas tienen el deber de abstenerse de cualquier acto que cause depredación, destrucción o contaminación graves del ambiente.
Claro está que en la búsqueda de tales objetivos no se deben transponer límites que coarten libertades fundamentales con intervencionismos negativos, o decisiones que tiendan a ello. La clave es el equilibrio y por eso son asuntos que deben estar en permanente revisión y actualización.
La madurez de una sociedad en materia ambiental se alcanzará cuando sus integrantes comprendan cabalmente la importancia que tiene la salud y la homeostasis ambiental para garantizar la calidad de vida de ellos (salud, producción, trabajo, disfrute, etc.); y lo incorporen a sus conductas cotidianas.
Cuando esta meta se alcance, el desarrollo perderá su apellido “sustentable”; la educación su calificativo de “ambiental” al igual que el derecho, el periodismo, etc., etc., y será redundante hablar de grupos “ambientalistas”.
Es un proceso que lleva su tiempo. Porque no se trata de un capricho conceptual ni de una moda pasajera, sino probablemente del más valioso aprendizaje de nuestro tiempo, aportado por el conocimiento científico y respaldado por el sentido común.