Diez años de chavismo residual

Hace una década, moría un liderazgo exuberante y nacía un liderazgo inverosímil. Desde Cuba llegaba la noticia de la muerte de Hugo Chávez, aunque es posible que llevara muerto días, semanas, incluso meses. De no haber sido así, el cuerpo del comandante bolivariano habría sido embalsamado y expuesto como los soviéticos expusieron la momia de Lenin en la Plaza Roja.

Como fuere, la noticia enterraba un liderazgo y engendraba otro. Chávez fue el impulsor de ideologismos delirantes con que se autoproclamó sucesor de Bolívar, iniciando la deriva autoritaria que destruyó una democracia que había sido insular en una región plagada de dictaduras y, tras su muerte, destruyó también una economía que flota en petróleo.

Más allá de su megalomanía y sus instintos mesiánicos, el de Chávez fue un liderazgo vigoroso. Pero antes de que un cáncer voraz lo embarcara hacia la isla donde moriría, Chávez terminó de sentenciar la democracia y la economía venezolanas al designar a Nicolás Maduro como su sucesor.

El hombretón corpulento que pasó de manejar colectivos a manejar la política exterior del país, irradiaba cierta mansedumbre. Pero no tardó en mostrar su naturaleza autoritaria. En la primera elección presidencial que afrontó desde el Palacio de Miraflores, además de las artimañas para invisibilizar la campaña electoral del candidato opositor, Henrique Capriles, el escrutinio dejó sabor a fraude.

Esas trampas ejecutadas con impudicia, sumadas a que la caída de los precios internacionales del crudo ya dejaban a la vista los pies de barro del sistema económico-social bolivariano, generaron cacerolazos y olas de protestas callejeras que duraron meses y fueron finalmente aplastadas por una represión que causó más de cuatrocientas muertes y dejó las cárceles colmadas de presos políticos.

Chávez había creado con Mahmud Ahmadinejad una alianza entre su régimen y el de los ayatolas iraníes. Fruto de esa relación nacieron las fuerzas de choque chavistas conocidas como “colectivos”. Estaban inspiradas en las fuerzas de choque Basij, que además las entrenaron para disparar contra manifestantes desde motos en marcha y realizar ataques de pirañas contra activistas opositores.

Cuando la oposición ganó las elecciones legislativas por un descuido del régimen a la hora del fraude, Maduro aplicó un bloqueo al congreso que lo inutilizó. Posteriormente, llegarían las inspecciones del Alto Comisionado de la ONU para los DD.HH. encabezado por Michelle Bachelet que dejaron a la vista las torturas a los prisioneros en la prisión militar de Ramo Verde y en el Helicoide, cuartel general del aparato de inteligencia SEBIN, además de ejecuciones sumarias, asesinatos políticos, censuras y persecuciones a disidentes.

A esa altura, la economía estaba devastada, PDVSA en bancarrota de tanto financiar el apoyo regional al régimen regalando petróleo, el poder adquisitivo de la sociedad había sido devorado por la hiperinflación y una diáspora de dimensiones bíblicas inundaba Latinoamérica y los Estados Unidos. Pero el régimen siguió en pie.

No hubo fisuras internas que lo pusieran en peligro. La figura del “presidente encargado” tuvo el trayecto de una cañita voladora: ascendió fulgurante y luego empezó a caer, hasta apagarse. El régimen venció a Guaidó como había vencido a los demás liderazgos opositores. Aún con la economía en ruinas, con denuncias internacionales de sus violaciones masivas a los DD.HH. avaladas por el prestigio de Bachelet y con los países vecinos inundados de venezolanos que huyen del desastre y la represión.

Chávez lideraba un autoritarismo mayoritarista, porque tenía el apoyo de la mayoría. Maduro encabeza una dictadura apoyada en una minoría que incluye al sector que se enriqueció con la economía ilegal y al sector que aún puede sobrevivir con las migajas que caen de la mesa del banquete.

Hace diez años, Venezuela y la región se enteraron que al Palacio de Miraflores ya no regresaría el exuberante líder caribeño que comenzó a navegar hacia la deriva venezolana. De ahí en más, fueron protagonistas la represión, la hiperinflación, la diáspora y un hombretón grotesco que comenzó su era hablando con un pajarito y llegó a la primera década de poder retratándose en un dibujo animado llamado “Superbigote”.

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Claudio Fantini

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