El 15 de abril de este año se recordará por mucho tiempo como una inequívoca demostración de inteligencia y valor de un pueblo avanzado.
A pesar de todas las enormes dificultades, Alemania cumplió con su meta de cerrar todas sus centrales nucleares, al apagar las últimas tres que quedaban en funcionamiento. La dificilísima decisión se había tomado hace más de una década, sólo tres meses después de ocurrir el terrible accidente en la planta japonesa de Fukushima Daiichi (el 2do peor de la historia -después de Chernóbil).
En ese momento Alemania comprendió, quizás como nadie, que a pesar de todo lo que se dice y de las garantías que se profesan en vocingleros discursos, los riesgos de la energía nuclear son, en última instancia, incontrolables. Sabía que el camino a recorrer sería arduo, espinoso y costoso. Pero, a pesar de ello, el Parlamento alemán, por amplia mayoría de todos los partidos, aprobó la modificación de la Ley de Energía Atómica, estableciendo la eliminación gradual de esa energía, y fijando 2022 como el año de la desnuclearización del país.
Desde luego no contaba con lo que ocurriría en Ucrania, y menos aún con que su marcada dependencia del gas ruso colocaría a Alemania en una muy difícil encrucijada. No hay que descartar la posibilidad de que tal vez esta singular circunstancia pudo haber influido en la decisión de asumir la invasión colonialista al país vecino, quizás suponiendo que el gobierno germano no tomaría la posición obvia de firme rechazo propia de cualquier país democrático. Si fue así se equivocaron feo.
El país más industrializado de Europa le demostró al mundo que se puede prescindir de la energía atómica sin comprometer sus grandes objetivos de desarrollo sustentable.
¿Qué sigue ahora?
Alemania transita una nueva era de producción de energía. Pero ni por asomo con el cierre de la última planta atómica, desaparecieron los enormes problemas que su uso entraña.
Fueron 60 años de producción nuclear ininterrumpida, a los que le seguirán otros tantos, para concretar el desmantelamiento y el almacenamiento seguro a largo plazo del “legado atómico”. Porque al dejar de funcionar las centrales no significa que desaparezcan del territorio. Por el contrario, siguen ahí con el combustible nuclear -que contiene materiales altamente radiactivos, esperando a ser trasladados y depositados en lugares seguros.
Pero hay más. Los edificios de las plantas clausuradas deben ser debidamente descontaminados y luego cuidadosamente desmantelados, para proceder a su almacenamiento final seguro. Se estima que estos procedimientos demandarán unos 15 años en cada planta.
¿Cuál es el peor legado de la experiencia nuclear alemana? Son los 1.900 contenedores de residuos radiactivos de alto nivel acumulados en estás seis décadas de actividades en almacenamientos provisionales. Esperan por un destino final seguro.
Como siempre se ha dicho la peor etapa de la aventura nuclear no es la de la producción energética -con sus riesgos de fallas y accidentes-, sino la que le sigue, cuando se debe encarar el cierre definitivo de las centrales atómicas, con todo lo que conlleva.