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Cambio silencioso

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La excelente nota del “Qué Pasa” de fin de febrero sobre el imparable crecimiento de los barrios privados en Canelones es realmente impactante. En 2002, había 20 barrios privados en total; en 2018 pasaron a 72; y en 2022 se calcula que ya fueron más de 100: cerca de 25.000 personas -es decir, el tamaño aproximado de una capital departamental como Fray Bentos, por ejemplo- viven en barrios privados o semiprivados en todo el país.

Lo que antes se consideraba era algo típico de gente de gran poder económico, hoy se ha extendido al punto de abarcar a residentes de barrios de Montevideo más de clase media acomodada, como Cordón, Pocitos, Malvín o Centro, por ejemplo, que van tomando la decisión de emigrar definitivamente desde la capital hacia estos barrios canarios.

Hay una primera constatación: la gente no parte a vivir a un barrio privado en Canelones, con lo que implica de lejanía relativa con relación a los puntos más relevantes de Montevideo, porque le plazca hacerse trayectos de automóvil de más de dos horas ida y vuelta en total si es que debe concurrir a la capital por algún trámite o por alguna reunión de trabajo o social. Lo hace porque, a pesar de ese tedio, encuentra en ese nuevo barrio servicios y calidad de vida que hace muchos años que están faltando en Montevideo: entre los más relevantes, seguridad en las calles para adultos y niños; limpieza en el entorno; y belleza en las construcciones y en el paisaje.

Hay una segunda constatación muy importante: la segregación y fragmentación urbana que todo esto genera ya está instalada y hace añicos cualquier integración vertical de la sociedad. En efecto, la integración vertical es la que liga a distintas clases sociales en torno a experiencias vitales comunes forjadas en espacios de convivencia también comunes. El Uruguay la conserva en su bien presente memoria histórica: se trata de la vieja integración de la escuela pública, por ejemplo, en cuyos bancos del aula se encontraban el hijo de un profesional acomodado con el hijo de un trabajador humilde; o en las plazas públicas y sus juegos, que permitían interactuar a niños de distintas clases sociales.

Este cambio social casi siempre genera enojo y crítica de parte de los analistas afines a la izquierda. En definitiva, culpan a quienes toman la decisión de emigrar a estos barrios porque, dicen, están generando una sociedad hecha de burbujas paralelas en las que no hay más convivencia común: los ricos, y ahora también las clases medias acomodadas, estarían así “desertando” de la vida social por causa de lo que sería una especie de “aporofobia” rampante inspirada en cierto neoliberalismo derechista.

Es claro que esa interpretación son simplemente patrañas zurdas: al emigrar a esos barrios privados, las familias asumen una realidad que la izquierda, que está al mando de Montevideo hace casi 35 años y que estuvo 15 años al mando del país, relativizó, como es la fragmentación social y una inseguridad en ascenso. Buscan así remediar con las herramientas que tienen a mano el deterioro de una convivencia urbana que perjudica el desarrollo vital y la sana socialización de sus hijos.

El auge de los barrios privados da testimonio del Uruguay de hoy, y muestra lo que será el de las próximas décadas.

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Francisco Faig

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