Un mundo en guerra

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La época de oro de la globalización ha quedado atrás. Quizás sea Alemania, la economía más fuerte de Europa, la que mejor lo testimonia: la invasión de Rusia a Ucrania la enfrentó a su dependencia energética y a su debilidad militar. De modo ejemplar, había apostado a la integración europea y de ahí su gasoducto con Rusia y a la eterna paz kantiana, luego de la tragedia del nazismo. Todo se vino abajo cuando sobrevino esa guerra de imagen zarista.

Ya la crisis de 2008 había obligado a tomar medidas restrictivas en el orden financiero. La competencia comercial entre las dos grandes potencias de nuestro mundo marcó otro paso en el retroceso del comercio libre al establecer EE.UU. límites a las importaciones tecnológicas chinas. La pandemia, a su turno, mostró las debilidades de una organización internacional superada por la sorpresa, en aquel “sálvese quien pueda” de 2020, en que cada cual hizo lo que quiso o pudo, aun en nuestra América Latina. La agresión rusa ha sido, en esa deriva negativa, un hito fundamental.

Engels pensaba que las guerras napoleónicas se hacían imposibles por el desarrollo letal del armamento. Sin embargo, hoy estamos an- te un imperialismo territorial del siglo XIX, aunque las tácticas parecen ser del siglo XX, con armamentos del siglo XXI.

Giuliano da Empoli pone en boca de su imaginario Putin, en la novela “El Mago del Kremlin”, la siguiente frase: “estamos volviendo a poner el ejército en la vertical de poder, así como a los servicios de seguridad. La fuerza ha sido siempre el corazón del Estado ruso, su razón de ser. Nuestro deber no es únicamente restaurar la vertical del poder. Debemos crear una nueva élite de patriotas dispuesta a todo para defender la independencia de Rusia”.

¿La independencia?

Los hechos hoy le dan la razón al novelista cuando Rusia, insólitamente, le inicia un juicio a gobernantes de los países bálticos, como la primera ministra de Estonia Kaja Kallas, nada menos, el ministro de Cultura de Lituania y aun el viceministro de Relaciones Exteriores de Polonia (todos países de la Unión Europea y la OTAN). Anuncia una surrealista orden de arresto para todos ellos y lo peor es que la causa invocada es que Rusia se considera agredida por “acciones hostiles contra la memoria histórica”.

Mientras los bálticos consideran que la Unión Soviética fue una fuerza de ocupación de sus países, la Rusia de hoy afirma que los liberó del nazismo y que decir otra cosa es un acto de agresión. Una interpretación histórica es invocada como una amenaza a la independencia de un Estado infinitamente más poderoso.

En el otro escenario, el despiadado ataque terrorista de Hamas a Israel ha desencadenado otra enorme tormenta. Cuando el Acuerdo de Abraham había normalizado las relaciones del Estado judío con los Emiratos, Baréin, Sudán y Marruecos y ya encaminaba conversaciones con Arabia Saudita, se produce este ataque notoriamente alentado por Irán. Que también moviliza a su otra organización terrorista, Hezbolá, en Líbano, mientras lanza ataques a ciudades de Irak y Siria donde operan organizaciones que considera enemigas. Y sus aliados hutíes, desde el Yemen, enloquecen al comercio mundial llevando el conflicto al Mar Rojo.

Naturalmente, la respuesta de Israel ha sido dura. Tanto como imprescindible, porque nadie puede discutir el derecho a la defensa del agredido. Las características de Hamas, con sus túneles, el uso de hospitales y escuelas como centros militares y la retención de cientos de rehenes, ha obligado a acciones sin duda muy dolorosas sobre la población de Gaza. Por cierto, la acusación de genocidio es un abuso de lenguaje, porque lejos de procurar la extinción del pueblo palestino, Israel entregó en 2005 los territorios ocupados y aceptó la instalación de una Autoridad, hoy rebasada por el terrorismo. Hasta el 7 de octubre había paz y ella se quebró por el ataque. Durante los primeros días el mundo entero veía como víctima a Israel; cuando la guerra produce víctimas del otro lado, las cosas se dan vuelta. Los agresores pasan a ser las víctimas para muchos países y organizaciones internacionales. Le exigen a la democracia israelí que detenga sus acciones sin que del otro lado se libere a los rehenes y alguien garantice, mínimamente, que habrá fronteras seguras.

Está claro que Occidente -del que somos parte- está ante un panorama sombrío. La Rusia de Chéjov y Tolstói, de Tchaikovsky y el Bolshoi, de Malévich y Kandinsky, se aleja de la cultura occidental de la que ha sido parte sustancial. Los terroristas jaquean a los Estados del Medio Oriente, mientras el enfrentamiento ente Irán y Arabia Saudita detona explosiones por todos lados. China amenaza a Taiwán pero deja que su errático vecino de Corea del Norte juegue al armamento atómico. Estos días oímos con tristeza decir que los temas internacionales no son relevantes para nuestra sociedad. Como si este pequeño gran país que somos estuviera ajeno a las corrientes del comercio mundial del que se nutre su economía. Como si no nos importaran el derecho internacional y el valor de las libertades. Como si fuera lo mismo un mundo abierto a los intercambios que otro cerrado, con bloques alineados. Como si las acciones bélicas y el gasto militar no condicionaran los precios internacionales.

En otros tiempos, las guerras nos ofrecieron relámpagos de prosperidad. Hoy comprometen nuestra salida hacia el mundo.

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