Tiempos de algoritmo e inteligencia artificial: la ansiedad crece y surge una nueva angustia

La ansiedad que genera la IA no proviene únicamente del miedo a perder trabajos; nace de una intuición más profunda en la que parece que el futuro se escribe en otra parte.

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Mujer angustiada usa el celular.
Foto: Commons.

La sensación de estar “llegando tarde al futuro” se repite cada vez que abrimos una pantalla porque la información se mueve más rápido de lo que podemos procesar. La inteligencia artificial (IA) encarna esa velocidad y nos devuelve un tiempo que no espera, que calcula y predice. Un tiempo que ya no pertenece del todo a lo humano.

Lo más perturbador del avance tecnológico, en este sentido, está en la forma en que la IA puede reconfigurar nuestra imaginación; no sólo produce información sino también el mundo. Nos enseña a mirar, a decidir, a desear. Lo que antes era un horizonte compartido y una promesa, hoy se parece a un algoritmo que pertenece a otros. El futuro ya no se construye en común: se descarga.

Desde el Sur global, donde parece que los futuros suelen llegarnos siempre en diferido, la escena adquiere otro espesor. La inteligencia artificial no es solo innovación, sino un nuevo capítulo del colonialismo epistémico. Los sistemas se entrenan con bases de datos que hablan en inglés y piensan desde el norte, y aprenden a reconocer cuerpos, lenguas y emociones que no son las nuestras. La máquina “aprende”, pero no de todos los mundos posibles, y lo que devuelve como verdad universal es, apenas, una versión parcial.

IA
Inteligencia artificial.
Foto: Canva.

Esa exclusión no es sólo técnica, es existencial. Cuando el futuro se diseña lejos, imaginar también se vuelve un privilegio. La ansiedad que genera la IA no proviene únicamente del miedo a perder trabajos o ser reemplazados; nace de una intuición más profunda en la que parece que el futuro se escribe en otra parte, que alguien más decide los parámetros y que solo podemos adaptarnos.

La velocidad con la que todo cambia se traduce en vértigo. La promesa del control convive con la experiencia de la impotencia. Cada avance genera un nuevo desconcierto. Vivimos en un presente expandido, donde lo que llega se reemplaza antes de asentarse. El tiempo humano y el tiempo algorítmico se desincronizan y de esa distancia nace una nueva forma de ansiedad que se transforma en clima de época.

Esa desincronía también se expresa en términos de clase. En el mundo hiperconectado, el ritmo impuesto por la IA y las plataformas no se distribuye de manera equitativa. Los sectores populares, atrapados en múltiples empleos precarizados y jornadas extendidas, viven condenados a la aceleración. Trabajan, estudian, cuidan y producen dentro de un flujo que no se detiene. La velocidad deja de ser opción y se convierte en obligación.

En cambio, quienes poseen tiempo y recursos pueden pagar el privilegio de la pausa. Las élites han transformado la desconexión en un nuevo bien de lujo. El llamado “digital detox” o “minimalismo tecnológico” aparece como la posibilidad de reducir pantallas, meditar, reconectarse con el cuerpo, irse al campo o apagar el teléfono un fin de semana (siempre y cuando otro, con menos capital, lo maneje mientras tanto). Pero esa desconexión voluntaria solo existe para quienes pueden sostener la vida sin depender de la conexión permanente, o que pueden tercerizarla. Frenar, en este contexto, también es privilegio.

Esa brecha entre quienes aceleran sin elección y quienes pueden desacelerar por deseo define gran parte de la experiencia contemporánea. La tecnología se nos presenta como inevitable, pero su ritmo es una construcción política. No todos habitamos el mismo tiempo ni con las mismas posibilidades de pausa. La desigualdad temporal también erosiona la capacidad de imaginar, porque imaginar requiere pausa.

Celular, trabajo
Mujer usa el celular en lugar de trabajar.
Foto: Freepik.

La antropología enseña que toda cultura necesita relatos para imaginar su porvenir. Pero cuando el relato se reemplaza por la predicción, algo se quiebra. En lugar de pensar juntos qué futuro queremos, dejamos que los sistemas “aprendan” por nosotros. La IA no solo automatiza tareas, también deseos. Nos ofrece la ilusión de que saber más es controlar más, cuando en realidad nos priva de algo esencial: la incertidumbre.

En este nuevo régimen de velocidad, la duda se convierte en error. La lentitud se vuelve amenaza. La demora, una falla. Pero imaginar exige lentitud. Exige detenerse, escuchar, demorarse en lo que no sabemos. Quizás por eso ya no imaginamos tan bien. Porque el futuro dejó de ser un espacio de invención y pasó a ser un cálculo. Cuando todo se vuelve predecible, la imaginación se vuelve disidencia.

Desde el sur, pensar la IA implica preguntarse desde dónde hablamos. No hay ética posible sin una geopolítica del conocimiento. Cada modelo entrenado repite sesgos, pero también jerarquías. El mito de la neutralidad tecnológica es la nueva cara de la colonialidad. Lo que se presenta como avance inevitable es una disputa por el sentido, por ver quién define aquello qué cuenta como inteligencia, qué vale como humano, qué se considera progreso.

Por suerte, también hay grietas. Cada vez que un artista usa IA para narrar su territorio o que una comunidad reprograma sus algoritmos, el mapa se mueve. En esas fugas, el futuro se convierte otra vez en un campo abierto. No se trata de negar la tecnología, sino de habitarla desde otro lugar donde tenga espacio la lentitud; desde el cuidado y la conciencia de que lo común no se programa.

Quizás el desafío no sea adelantarnos a las máquinas, sino volver a habitar el tiempo humano. Un tiempo que respira, que duda, que pregunta. Un tiempo que devuelva a la imaginación su carácter político. Porque la ansiedad que sentimos no es miedo al futuro, sino nostalgia de cuando el futuro todavía nos pertenecía.

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