Hace algunos días, desde RedPsi —red que fundamos junto a Santiago Silberman y reúne a más de 700 profesionales de la salud mental— dimos una charla en Sevilla, España, que titulamos “¿Vivir? en alerta”. Fue un encuentro con colegas y personas que se acercaron a conocernos; algunos nos seguían en redes y otros habían leído nuestro último libro, Imperfectos. Hablamos de la paradoja de la tecnología, que nos permite estar conectados, pero también nos aleja de lo real. Por eso nos resultó tan valioso vernos las caras después de tanto tiempo de pantalla.
También reflexionamos sobre cómo la ansiedad moderna nos deja sin la posibilidad de hacer una pausa, incluso cuando el cuerpo y la mente la piden: hay veces que decimos que descansamos, pero en realidad seguimos en movimiento con el celular en la mano, repasando mentalmente las tareas pendientes, “conectados” a todo, menos a nosotros mismos.
Días después, volví a notarlo en mi vida cotidiana: en una charla con amigas, en la que teníamos “poco tiempo” porque cada una debía seguir con “sus cosas”, me apuré para poder decir “todo” en pocos minutos. Esa sensación de tener que hablar rápido por miedo a no llegar —como si el tiempo fuera a vencernos— es agotadora.
La lógica de la urgencia se filtra en casi todo: corremos para trabajar, para responder un mensaje, para no quedarnos atrás. Y hasta en los momentos que deberían ser de descanso o disfrute aparece la prisa. Como si el tiempo nunca alcanzara, como si la pausa fuera un lujo que no nos podemos permitir.
Una paciente me comentó en repetidas ocasiones que se abruma con las tareas del trabajo y que, para organizarse, necesita repetir como un mantra que puede hacer “una cosa a la vez, un día a la vez”. Pero lo que más la abruma no son las demandas externas, sino las que se impone a sí misma: si le asignan tres tareas, ella quiere hacer diez.
La exigencia de ser “multitasking” no solo viene de afuera; muchas veces, nosotros mismos somos el más exigente “super-visor”.
La lógica de la productividad como medida del valor personal es un síntoma de época que no podemos negar. Nos convertimos en objetos al servicio de una maquinaria donde el único objetivo es rendir, cumplir, producir. Nos cuesta mucho decir que no, porque ese “no” pone un límite a nuestra disponibilidad, y la idea de “estar siempre disponibles”, muchas veces es percibida como la condición mínima para ser reconocidos y queridos.
Pero hay algo más profundo en la idea de correr, ya que muchas veces lo hacemos más allá del mandato externo: lo hacemos para evitar frenar. Detenernos nos expone a un tipo de vacío que cuesta soportar. El apuro, entonces, se convierte en un mecanismo de defensa frente a lo que no queremos pensar o sentir porque, si seguimos en movimiento, parece que esas preguntas incómodas (¿Quién soy sin todo lo que hago?, ¿qué quiero realmente?, ¿qué pasa cuando me detengo?) se callan por un rato más.
El tiempo, además de responder al calendario o al reloj, es algo mucho más grande: una experiencia subjetiva. Dos horas en alerta nunca alcanzan, pero dos horas en calma pueden sentirse infinitas para quienes no toleran estar consigo mismos. El problema no es solo “la falta de tiempo”, sino la imposibilidad de habitarlo de otra manera.
Consultar con un profesional y detenernos a escucharnos es importante si vivir en alerta nos desconecta de nosotros mismos, si el cuerpo empieza a hablar por nosotros, si la mente no se detiene y los vínculos se resienten por la prisa. Pedir ayuda no es un signo de debilidad: es un acto de cuidado.
El apuro constante no es productividad, es despojo. Y cuando el tiempo deja de sentirse nuestro, pedir ayuda es la forma más honesta de recuperarlo.