Hay momentos de la vida sobre los que recaen mayores expectativas e imposiciones que otros, en especial cuando se trata de fechas que tienen la “obligación” de ser vividas con felicidad: un cumpleaños que debería entusiasmar, una boda a la que habría que ir con alegría, una graduación que se espera habitar con realización o un nacimiento que tiene que estar cargado de “sentido”. Escenas en las que la alegría no solo se espera, también se impone.
Se demanda un ánimo festivo, una afectividad sin ambivalencia, una sensación engañosa de sentirnos enteros. ¿Por qué entonces aparece la angustia con un nudo en el pecho y la nostalgia insistente por la falta de una persona ausente en tu vida que, incluso en medio del festejo, te hace doler? La sensación de vacío que no podemos explicar es real y no nos anticipa cuándo llegará.
Hablamos de ausencias, pero no solo de quienes ya no están en presencia física; también de todo aquello que nos falta cuando, por ejemplo, celebramos un logro. A veces es alguien que falleció, otras, alguien que no llegó a ocupar el lugar que esperábamos en nuestra vida.
También duele lo que se fue sin que lo notáramos. Lo que se perdió sin que alcanzáramos a despedirnos. Lo que falta no siempre tiene nombre propio y sin embargo tiene efectos: deja marca. Por eso, es común observar que en los días que tenemos un escenario ideal para “estar felices”, paradójicamente, la ausencia se vuelve más insoportable y visible.
Recuerdo el caso de un paciente que se graduó con honores en una carrera que le había demandado muchos años. Esperaba sentir alivio, orgullo, entusiasmo tal vez, pero en cambio al recibirse sintió un gran vacío que no supo cómo nombrar. Lo trajo al análisis sintiéndose confundido, casi culpable por no poder “estar feliz”. Lo que pudimos pensar juntos fue que ese final —como todo final— implicó también un duelo. Él dejaba atrás no solo una etapa, sino una versión de sí mismo, esa identidad que habitó durante sus años de estudiante se iba junto con los vínculos cotidianos, el ritmo de estudio, la vida universitaria.
Pero había algo más. Durante mucho tiempo se había imaginado ese momento con su novia, con quien compartió buena parte de ese recorrido, pero ya no estaban juntos desde hacía más de un año. Y a pesar de que la decisión de terminar esa relación fue de él, la ausencia dolía. “Yo elegí que se terminara”, decía. Pero lo que dolía no era la falta de esa persona, sino la escena que había proyectado en su mente una y mil veces. Ese momento idealizado del logro compartido no coincidía con el momento real. El logro, paradójicamente, lo enfrentaba con lo que ya no iba a ocurrir, la pérdida de una ilusión.
Algo similar ocurrió con una pareja en el momento en que empezó a organizar su casamiento. Lo que parecía un evento feliz y esperado, poco a poco, dejaba ver lo que venía acumulado de hacía un tiempo atrás. Entonces aparecieron nuevas discusiones: las mesas, los invitados, los lugares asignados. El “día más feliz” de sus vidas se convirtió en un nuevo escenario de enojos guardados, vínculos que estaban rotos y no habían nombrado, expectativas no dichas. No fue el evento en sí lo que generó angustia, sino la escena idealizada que no dejaba lugar para lo real: la pareja llegó a consulta sin entender cómo algo tan deseado por ellos se había vuelto tan difícil de habitar.
Las fechas que suponen celebración muchas veces funcionan como umbrales y, como todo umbral, implican un antes y un después. Y eso ocurre a pesar de que sean eventos deseados desde hace mucho tiempo, como puede ser una mudanza, un casamiento o tener un hijo. La pérdida aparece siempre porque hay algo que dejar atrás para atravesar ese umbral.
En esa tensión entre lo que se alcanza y lo que se pierde aparece algo que el discurso de la felicidad suele omitir: que la alegría y la angustia no son excluyentes. Sentirnos felices no puede protegernos del vacío, ni estar tristes anula todo lo logrado. No hay una lógica binaria que ordene nuestras emociones, podemos estar felices y tristes al mismo tiempo.
Pero son siglos de enseñanzas que nos confunden: nos dijeron que estar bien es estar completos y que la felicidad no admite fisuras. Por eso, cuando algo duele en medio del festejo lo solemos vivir como un error, aunque no lo sea.
Freud decía que recordar es el mejor modo de olvidar, y tal vez por eso, en el instante mismo de la celebración, algo del pasado también vuelve. No solo el recuerdo de quien no está, sino también de lo que fuimos antes de llegar ahí.
No siempre duele lo que perdimos, a veces duele más la exigencia de estar bien: un ideal que no deja lugar para lo real. Por eso es recomendable estar atento al mandato de la felicidad que nos empuja a creer que se accede a ella de manera total, sin sombras. Quizás haya que dejar de perseguir esa felicidad impermeable y empezar a habitar su ambigüedad. Aceptar que la tristeza no interrumpe la alegría: la vuelve más real. Porque no siempre la ausencia arruina la fiesta. A veces, es lo que la hace verdaderamente humana.
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