Aristóteles versus sociedad del rendimiento: por qué no hacer nada es clave para vivir bien, según el filósofo

El tiempo libre tiene un valor especial en el pensamiento aristótelico; de hecho, aparece como un factor fundamental para el desarrollo personal y la vida plena.

Hombre aburrido
Hombre aburrido en su casa.
Foto: Freepik.

Redacción El País
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en La sociedad del agotamiento, describe un cambio profundo en nuestra forma de vivir: ya no estamos sujetos a órdenes externas como en el pasado, sino que nos exigimos a nosotros mismos constantemente. Esta “sociedad del rendimiento” nos impulsa a destacar, a construir una imagen personal impecable y a no detenernos nunca. Bajo esta lógica, incluso los momentos que deberían servir para descansar —como las vacaciones o el ejercicio— se transforman en vitrinas para mostrarnos activos y exitosos en redes sociales. El resultado: una fatiga generalizada, en muchos casos llevándonos al burnout.

Ante esta cultura del hacer sin pausa, la filosofía ofrece un contrapunto. Algunos pensadores contemporáneos recuperan la tradición clásica para repensar el sentido del ocio y su relación con el bienestar. En este camino, el pensamiento de Aristóteles se vuelve especialmente relevante.

Ocio y virtud: la propuesta aristotélica

Para Aristóteles, vivir bien no se trata de acumular placer, poder o dinero. En su obra Ética a Nicómaco, sostiene que la felicidad (o eudaimonía) consiste en una actividad del alma guiada por la virtud. Esta idea va más allá del simple bienestar emocional: implica un compromiso con el desarrollo personal, la toma de decisiones conscientes y la formación de un carácter ético.

En este marco, el tiempo libre tiene un valor especial. No se trata de un período vacío entre obligaciones, sino de un espacio en el que podemos cultivar amistades, reflexionar y fortalecer nuestras decisiones morales. Solo en un entorno libre de presiones externas puede florecer este tipo de vida.

Aristóteles creía que el carácter no es algo dado, sino que se forma a través de la repetición de actos virtuosos. Al evitar los excesos y actuar con moderación, por ejemplo, se desarrolla la templanza. Con el tiempo, estas acciones se convierten en hábitos estables y duraderos. Pero este proceso necesita tiempo y espacio: no puede surgir en medio del apuro constante ni del deseo de complacer a los demás.

Filósofos contemporáneos como Jane Hurly y Thanassis Samaras han señalado que tanto en Aristóteles como en Platón el ocio es una condición necesaria para alcanzar esa vida plena. Cuando el tiempo libre se reduce a una extensión del trabajo —algo habitual en la cultura del rendimiento—, se pierde la posibilidad de desarrollar un vínculo profundo con uno mismo.

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Hombre haciendo nada junto a su mascota.
Foto: Archivo.

El ocio auténtico no busca resultados ni se mide por su utilidad. Más bien, ofrece la oportunidad de detenerse, pensar y preguntarse qué tipo de persona se quiere ser. En ese sentido, puede ser el momento más significativo del día.

La “autosolidaridad” —una forma de estar presente con uno mismo— surge justamente en esos tiempos no estructurados, cuando no hay nada que demostrar. Allí se cultivan los hábitos, se transforman los deseos y se toman decisiones con sentido.

Recuperar el ocio como experiencia ética y espacio de crecimiento personal es un desafío urgente. En un mundo que asocia valor con rendimiento, desconectarse puede parecer inútil. Sin embargo, Aristóteles nos recuerda que solo en esa pausa consciente puede surgir la verdadera transformación del carácter.

Redefinir cómo usamos nuestro tiempo libre no es solo una cuestión de estilo de vida: es una decisión profundamente filosófica sobre qué significa vivir bien.

En base a información de OGlobo/GDA

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