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Populismo latinoamericano

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Hebert Gatto
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¿Cómo olvidar la euforia de 1979, en tiempos de veda política en el Uruguay, cuando supimos que luego de treinta años de lucha por fin las tropas sandinistas habían ingresado a Managua terminando con la feroz dictadura de la familia Somoza?

Una buena nueva en un continente plagado de persecuciones, encarcelamientos y dictaduras militares. Anastasio (el último de los representantes de su familia) se retiraba al exilio y los "nicas", los sucesores del héroe nacional Augusto César Sandino, inundados de utopías, iniciaban la construcción de la democracia en su país. Daniel Ortega y sus compañeros sandinistas, entre ellos militantes uruguayos, muchos inmolados en esa lucha, lucían como lo más generoso y menos dogmático de la izquierda latinoamericana. Por más que su tarea no fuera para nada sencilla y el posterior enfrentamiento con la "contra", escandalosamente financiada por los EEUU y las pugnas y disidencias ideológicas entre los propios revolucionarios, con notoria participación de Cuba, alargaran el proceso más de lo que hubiéramos deseado.

Tanto que nunca culminó y Nicaragua, pese a los buenos efectos iniciales del cambio revolucionario, continuó siendo hasta hoy un país de inocultables contrastes sociales.

Daniel Ortega, presidente de la república desde 1979 entregó el poder en 1990, cuando fue derrotado electoralmente, para retomarlo en el 2007. Hasta hoy lleva más de veintidós años en el cargo. En el 2014, siguiendo la misma tendencia que en Ecuador y en Bolivia, reformó la constitución para habilitar su reelección indefinida, tanto la suya como la de su esposa, Rosario Murillo Zambrana, popularmente conocida como "la bruja". Una dupla con aspiraciones perpetuas.

Desde abril de este año, cuando comenzó el levantamiento popular contra su "bicracia", ambos se empeñaron en masacrar a su pueblo utilizando paramilitares (más de 350 muertos en el lapso). Situación que ratifica la Unión Europea, la OEA y la Comisión Interamerica- na de Derechos Humanos. Completando estas denuncias, ahora conocimos por el semanario Brecha, un manifiesto suscripto por lo más selecto de la izquierda intelectual del continente, expresando "su profundo rechazo a la situación de violencia política estatal y de violación de los derechos humanos que atraviesa Nicaragua, responsabilidad del actual régimen de Ortega-Murillo…". "La indignación, el dolor, el sentido de frustración histórica son dobles —sostiene la proclama— cuando semejante aberración política es producto de líderes y gobiernos que se dicen de izquierda. ¡Qué puede doler más que la ironía de un líder que se dice de izquierda emulando las prácticas criminales de aquel dictador contra el que se supo levantar!"

La requisitoria resulta atendible. Por eso desconcierta que el FA, que a través de sus delegados consensuó una resolución del Foro de San Pablo en apoyo a Ortega, simultáneamente se manifestara tanto en el Sena- do uruguayo como en la OEA, condenando al gobierno nicaragüense. Aun cuando en la cámara exigiera amputar, quitándole filo, a la denuncia original de Pablo Mieres.

Al tiempo que indigna, como bien dijo Tomás Linn en este medio, que ante una situación similar en Venezuela, donde Nicolás Maduro desconoce olímpicamente al legislativo de su país, el Frente y nuestro gobierno se pronuncien sobre el tema con medias tintas y declaraciones ambiguas, eludiendo una clara condena a la dictadura chavista. Otra de las crecientes contradicciones entre gobierno, bancada legislativa y el F.A.

Sobre este tema días pasados la televisión uruguaya trasmitió secuencias del Foro de San Pablo, ocasión en la que con vítores y una exultante declaración de cierre, se homenajeó a Daniel Ortega, calificando a sus opositores como "lacayos del imperialismo".

Confieso que si el surrealismo se propuso conmovernos por el vigor y la iconoclastia de sus realizaciones, estas, las imágenes del Foro, me permitieron acceder al primer surrealismo depresivo de la historia. Observar a Maduro, el hombre de los pajaritos chavistas, al nonagenario Raúl Castro y al telúrico Evo Morales, prometiendo la liberación latinoamericana ante los representantes de la menguante izquierda populista continental y de cientos de demócratas cubanos, no genera rechazo, solo tristeza y desazón. Estaban todos esperando a Godot. Incluyendo al exvicepresidente Sendic, que privado de su título ya no figuraba en la mesa del encuentro. Por eso cuesta entender tanto vacío, tanto anacronismo histórico.

Hasta mediados de los 80, con combatidas excepciones, como fue el caso de la socialdemocracia, la izquierda tuvo inspiración y un objetivo: el estado socialista y la revolución para conseguirlo. Ello suponía bajo la guía del proletariado terminar con el capitalismo, para arribar, dictadura mediante, a la última etapa: la sociedad comunista, la desaparición del estado y las clases. Tamaña liquidación bajo la tutela del marxismo leninismo, ciencia de la historia y la sociedad. Por más que ella admitiera múltiples versiones: comunista ortodoxa, china, albanesa, yugoslava, vietnamita, cubana, guerrillera, dependentista, campesina, foquista, etc.

Algo más tarde, extinta la URSS y sus acólitos, ocurrió lo que todos conocemos. El marxismo y sus versiones se diluyeron de tal modo que casi perecieron, dejando a la izquierda en tinieblas. En la orfandad surgieron varios sucesores, menos arrogantes y precisos, que si no abjuraron explícitamente de su ideología antecesora dejaron de citarla. Referimos a los populismos antiimperialistas del siglo XXI, entre ellos, en nuestra América, el socialismo bolivariano, el del siglo XXI, el indigenismo, el correísmo, el zapatismo, el extractivismo, etc. Como sabemos, con excepción del debilitado marxismo cubano, todos se derrumbaron en esta década.

Pese a ello el Foro de San Pablo sigue conmemorando los restos de sus portadores mientras los partidos de nuestro Frente continúan velándolos. Por más, concedamos, cada vez con menos unción.

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