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Ninguna sorpresa

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En los últimos días Ancap ha vuelto a estar en el ojo de la tormenta debido a las novedades judiciales del caso, por las decisiones que viene tomando su actual directorio para intentar racionalizar su gestión, y por algunas sorpresas y conflictos. Todo lo que viene pasando con Ancap nos pone nuevamente frente al dilema spenceriano que establece que la gente se queja constantemente de la ineficacia y la ineficiencia de la acción del Estado, pero al mismo tiempo le pide al mismo Estado que provea las soluciones.

En los últimos días Ancap ha vuelto a estar en el ojo de la tormenta debido a las novedades judiciales del caso, por las decisiones que viene tomando su actual directorio para intentar racionalizar su gestión, y por algunas sorpresas y conflictos. Todo lo que viene pasando con Ancap nos pone nuevamente frente al dilema spenceriano que establece que la gente se queja constantemente de la ineficacia y la ineficiencia de la acción del Estado, pero al mismo tiempo le pide al mismo Estado que provea las soluciones.

El episodio con el horno para la planta de cementos de Paysandú es por demás elocuente. La división de cementos de Ancap perdió en la última década más de US$ 200 millones. Compró por alrededor de US$ 100 millones un horno que está desarmado en unos contenedores desde hace tres años y ahora desde el sindicato se reclama (aparentemente con éxito) la incorporación de unos 50 trabajadores más, y se exige al ente una “inversión mínima” (son sus palabras) de 43 millones de dólares para instalar el mentado horno.

Una combinación de desidia, irresponsabilidad y torpeza seguramente explican parte de la situación, pero no la más importante. El problema de fondo es que en el esquema actual de nuestro “dominio industrial” quienes dirigen las empresas públicas tienen todos los incentivos equivocados. Esto es, no los afecta en lo más mínimo tomar decisiones equivocadas, terminan haciendo todo lo que solicitan los sindicatos para evitar conflictos, y nos pasan la factura a los nabos de siempre al tiempo que nos quieren hacer creer que es en defensa de la soberanía nacional.

Este es un punto que deberíamos tener muy presente a la hora de evaluar este tipo de situaciones; es la propia naturaleza humana la que lleva a estos sinsentidos. Las personas responden a incentivos, positivos y negativos, y son indolentes cuando no sufren las consecuencias de sus actos, no tiene mucha más vuelta. Si le agregamos que tienen el incentivo de hacer la plancha para tener la fiesta en paz con los sindicatos, la fórmula para el fracaso está asegurada.

Una perla más al collar la agregó también por estos días el sindicato de Ancap al reclamar que no se termine con la producción de alcohol para uso hospitalario porque quieren evitar que exista solo producción privada del bien. Realmente encomiable la preocupación, pero habría que avisarles que diariamente dependemos para vivir de cientos de bienes de producción privada y nos salen mucho más baratos que los que produce Ancap.

Volvamos a Spencer. Quejarse de los disparates que se producen en la Administración pública y esperar que las soluciones vengan de quienes produjeron los desastres es, al menos, irracional.

El problema es más para un psicólogo que para un economista, pero evidentemente existe un logro de algunas corporaciones sindicales y políticas que le dieron estatus de dogma religioso, de donde surge, como corolario natural, que las empresas públicas son vacas sagradas. Como suele pasar cuando se profundiza en una problemática, el asunto es esencialmente cultural y los cambios culturales son necesariamente lentos, pero algún día tienen que comenzar si queremos que nuestro país camine hacia el desarrollo.

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Hernán Bonilla

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