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"Cumpliremos con el nuevo plan quinquenal del Camarada Stalin con honor". Afiche soviético, 1946.

Se sabía que el estalinismo se había instalado en los países de Europa del Este luego de la Segunda Guerra. Pero sin más detalles. La historiadora británica Anne Applebaum revela un proceso aterrador y sorprendente.

NO ES fácil comprender cómo es la vida bajo un régimen totalitario extremo, y más para los habitantes de esta pequeña república llamada Uruguay, donde cada ciudadano goza de una autonomía real, palpable, consolidada.

Los ejemplos recurrentes son la Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista, ambos totalitarismos modélicos. Pero en Europa del Este luego del final de la Segunda Guerra, entre 1944 y 1956, también se dieron totalitarismos extremos, aunque poco se sabe de ellos.

Alemania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia y Bulgaria no pertenecían a la órbita de influencia soviética. Por esos caprichos de la Historia quedaron dentro de ella por los acuerdos de Yalta entre las potencias aliadas victoriosas. Esos países europeos poseían cultura, sociedad civil, instituciones e incipientes experiencias democráticas más avanzadas que las de la U.R.S.S. Pero el líder soviético José Stalin, una vez que los tuvo en su redil, quiso a esos países comunistas. Como el suyo.

La instalación de esos regímenes es lo que estudia con notable rigor la investigadora Anne Applebaum en el libro El telón de acero, La destrucción de Europa del Este 1944-1956, relato de la exportación del estalinismo a países vecinos durante un período de casi una década donde los comunistas soviéticos —con ayuda local— eliminaron de forma letal todo vestigio de sociedad civil autónoma.

LA MIRADA AMPLIA.

El mundo sabe de esos años por las fotos blanco y negro del levantamiento de Budapest en 1956. En el cuadro aparecía en primer plano un civil joven, portando una piedra o una ametralladora, con gesto desafiante. Era el símbolo puro, casi poético, de la libertad. Más al fondo, casi fuera de cuadro, aparecían tanques. Y sobre ellos soldados rusos rubios, muy jóvenes, con rostros tensos. Eran el símbolo de la opresión.

Esas postales, muy emotivas, no contaban toda la verdad. Ocultaban, por razones que Applebaum señala, un proceso histórico complejo y de complicidades incómodas. Por ejemplo, la sistemática y extensiva destrucción previa que provocó el nazismo en gran parte del planeta que aplastó etnias, naciones, arrasó culturas y devastó instituciones. Sólo que en ningún lado lo hizo como en la Unión Soviética. El soldado alemán invadió Ucrania y Rusia en 1941 sintiendo que era racialmente superior al eslavo, al que nunca trató como ser humano ni a él, ni a sus mujeres, ni a sus hijos. Cuando pudo los eliminó, los torturó y los humilló, por millones.

El Ejército Rojo, tras convertirse en una máquina de guerra imparable, los echó de su país e ingresó luego a Europa deseando venganza. Un testigo privilegiado de ese período, que Applebaum destaca, es el escritor ruso Vasili Grossman, por entonces corresponsal de guerra soviético. Presenció una fila de niños rusos que regresaban caminando hacia su país tras finalizar el cautiverio alemán. Un grupo de soldados y oficiales soviéticos los miraban a la cara. Eran padres que buscaban a sus hijos. Señala Grossman: "Un coronel permaneció allí durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a su coche al anochecer; no había encontrado a su hijo".

El odio convierte a los hombres en bestias, y como tal entraron en cada pueblo y ciudad de Hungría y Alemania. Luego de las balas y los cañones se escucharon los gritos de terror de las mujeres. La violación sistemática por parte de la tropa rusa fue extensiva en Hungría, y sistemática en Alemania. El saldo: decenas de miles de mujeres embarazadas, asesinatos, suicidios, e hijos no deseados en cifras imposibles de verificar. Algunos decretos oficiales de la época son reveladores. En febrero de 1945 el Comité Nacional de Budapest suspendió la prohibición de abortar, sin dar motivos. En 1946, el Ministerio de Bienestar Alemán aconsejó considerar como "niños abandonados a todos aquellos nacidos entre 9 y 18 meses luego de la liberación".

El terror y la vergüenza se instaló, y permaneció sordo. Los comunistas locales, que ayudaron a instalar los nuevos regímenes, comprendieron el impacto político y psicológico de este hecho. El horror, que no podía ser comentado de forma abierta, se abordó de forma pública una sola vez. Fue en 1948 en una excepcional reunión multitudinaria en la Casa de la Cultura Soviética de Berlín, una asamblea donde se habló en forma bastante libre durante dos días. El tema: el malestar general de la población alemana con el comportamiento del ocupante Ejército Rojo. Hasta que comenzaron a hablar las mujeres, siempre con eufemismos, sin mencionar la palabra violación. Pero todos sabían. El clima era tenso, cargado de emociones. Algunos lo justificaban afirmando que la brutalidad alemana engendró la rusa. Hasta que intervino un oficial soviético. Dijo que su país había sufrido mucho con los nazis, y que el soldado ruso no llegó a Berlín como turista, o como invitado. "Dejó atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado". La discusión finalizó. "No había respuesta a ese argumento" dice Applebaum.

Y agrega: "Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosa de emociones —miedo, ira, vergüenza, silencio— ayudó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen".

INTERÉS HISTÓRICO.

El período 1944-1956 fue poco abordado por la historia. Hannah Arendt, autora de Eichmann en Jerusalén, Un informe sobre la banalidad del mal, llegó a afirmar que ese período "carecía de interés histórico". Para Applebaum, sin embargo, es excepcional pues explica como ninguno la mentalidad soviética, sus metas y motivos, sus paranoias y fracasos.

El telón de acero se centra en tres países, Alemania, Hungría y Polonia, porque en ellos tuvo características diferentes. El primer período dura hasta 1948 cuando se dan elecciones democráticas (aunque "había pocos liberales por entonces", recalca la autora), donde los partidos comunistas locales no logran popularidad y son derrotados. Siguiendo directivas de Moscú poco a poco los comunistas van tomando el poder con el apoyo del Ejército Rojo, y de una institución que se instala apenas que finaliza la guerra: la policía secreta. Ésta asesinó de forma selectiva a cualquier opositor en potencia, o deportó a Siberia a miles de forma no tan selectiva. En realidad cualquiera que no fuera comunista era, por definición, sospechoso de ser espía extranjero.

Esa política represiva creció e hizo necesaria la instalación de campos de concentración locales. Por cuestiones prácticas se reutilizaron los que estaban en pie: Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros, todos antiguos campos de exterminio nazi que se reconvirtieron al sistema soviético de prisiones. Applebaum aclara que no eran campos de exterminio, "pero eran sumamente letales". Sólo en Alemania del Este los campos tuvieron 150 mil encarcelados, de los cuales la tercera parte había muerto por inanición o enfermedad para 1953.

También ejercieron el control inmediato de radios, persiguieron cualquier organización independiente civil o religiosa —sobre todo las juveniles—, e implementaron la limpieza étnica. Doce millones de alemanes étnicos que vivían en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Rumania fueron deportados a Alemania, a pesar de que muchos vivían en esos países desde hacía generaciones. También se dieron deportaciones masivas en la frontera polaco-ucraniana, en la Ucrania soviética, o de húngaros sacados de Eslovaquia y de Rumania, por mencionar algunas. A todo esto se sumaron los millones de desplazados por la guerra que volvían desde todos los rincones de Europa a sus lugares de origen, entre ellos los judíos que sobrevivieron y buscaban lo que quedaba de sus casas, ahora habitadas por otros. Sobre todo en Polonia, esos retornos terminaron mal, y muchos judíos fueron asesinados, a lo que se sumaron brotes de antisemitismo como el del pueblo de Kielce, en Polonia (julio de 1946) donde una turba asesinó a 42 judíos en diferentes puntos del pueblo, e hirió a decenas más, apoyados por la policía y enardecidos por motivaciones antisemitas dignas del medioevo (un supuesto crimen de sangre). En marzo de 1945 el principal diario húngaro, el Szabad Nép, ya en manos comunistas, recomendó a los judíos que mostraran "comprensión" hacia los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos…

"Europa del Este era un lugar violento después de la guerra" señala Applebaum. "Resultaba peligroso ser funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano o ucraniano en un pueblo polaco. También podía resultar peligroso ser judío". Demasiado miedo y rencor que Stalin aprovechó.

CULTO A LA PERSONALIDAD.

La gran virtud de El telón de acero es su método: evita las teorías generales y pone énfasis en lo concreto; aporta historias individuales y no las generalizaciones sobre las masas. Surgen múltiples enfoques, puntos de vista y datos que Applebaum, con sutileza, expone paso a paso. Sólo así se entiende la enorme complejidad de la instauración del estalinismo en su fase más dura, a partir de 1948. Procesos controlados hasta en sus mínimos detalles por un líder obsesivo, paranoico e implacable: José Stalin.

El líder soviético —buen poeta en su juventud— lideró la destrucción de los viejos regímenes, sus organizaciones civiles, su cultura, religión, deporte, alimentación, economía, comercio, enseñanza, ocio, para transformarlos en función de un ideal: la sociedad soviética perfecta, masificada, que contenía en su seno la unidad básica, el homo sovieticus. No se salvó ni la masonería ni el psicoanálisis, que apenas subsistieron en la clandestinidad. Todo fue ejecutado por líderes locales educados en Moscú que obedecían sin chistar y soportaban cruentas purgas internas.

En el arte se dieron paradojas. A diferencia del nazismo, muchos artistas talentosos pusieron sus mentes al servicio de la causa comunista. Pero la creatividad estaba sometida a los burócratas del partido, que no eran tan talentosos. Lo sabían los grandes del cine soviético como Eisenstein y Pudovkin, ya caídos en desgracia porque a Stalin le gustaba el cine lineal y no sus "experimentos". Lo supieron pronto los artistas de Europa del Este. Los músicos atonales, los pintores abstractos y los poetas experimentales quedaron en la mira: para los burócratas que preferían el formalismo —definido de forma muy vaga, además— esas eran desviaciones inaceptables de la causa. Alexander Dymchitz, jefe de cultura de la Administración Militar Soviética en Alemania, atacó en 1948 a Pablo Picasso, comunista y figura heroica para muchos pintores alemanes. Dijo que su arte era "decadente" (Hitler había dicho algo parecido, que era "degenerado"). Picasso se mató de risa. Pero otros artistas no la tenían fácil, y en general se adaptaron a las directrices, sometiendo su creación a las "sugerencias" de los censores. Algunos como Bertold Brecht tenían sus estrategias. La ópera Lucullus de 1951, con libreto de Brecht, fue retirada y sometida a los censores, a quienes les preocupaba "el predominio de disonancias destructivas y cáusticas". Brecht añadió tres arias de contenido "positivo", y la ópera se estrenó, aunque solo durante una noche. Eran cambios menores, pero el mensaje era claro: la última palabra la tenía el partido.

LA SORPRESA.

Stalin murió en 1953. En Occidente sabían poco de lo que ocurría en Europa del Este. Cuando estallaron las revueltas de Alemania (1953) y luego Hungría, la sorpresa fue total. Para Hannah Arendt "fue totalmente inesperada". Applebaum agrega que la CIA, la KGB, los dirigentes soviéticos y norteamericanos "estaban convencidos de que los regímenes totalitarios, una vez que se han logrado introducir en el alma de una nación, son prácticamente invencibles. Todos se equivocaron".

Eso revela lo poco que se sabe de la génesis de los regímenes totalitarios. En la Guerra Fría se estudió mucho sobre su decadencia, su fracaso político y económico, pero poco sobre sus orígenes, lo cual revela errores de método, cuando no profundos prejuicios. Ahora se sabe que la devastación nazi fue el terreno fértil, pero la autora va más allá. Le preocupa la fragilidad de la civilización actual, cómo está expuesta a generar las condiciones para que se instalen regímenes como el estalinismo. Pero también sabe, a partir de este caso, que cuando un régimen intenta controlar todos los aspectos de una sociedad, cada uno de esos aspectos se convierte en una forma de protesta en potencia.

La Guerra Fría, con su lectura bipolar del mundo, convirtió el término "totalitario" en un insulto, de muy vaga definición. Hoy es necesario recuperarlo, pues concierne a la discusión sobre el alcance político de Internet. Por ejemplo, ha promovido revoluciones contra tiranías en muchos lugares del mundo. Pero Julian Assange, de WikiLeaks, advierte en la introducción al libro Cypherpunk (OR Books, 2012) que "Internet, la gran herramienta de emancipación, se ha transformado en el más peligroso facilitador de totalitarismo" por el espionaje masivo de datos que gobiernos, corporaciones e inescrupulosos varios llevan a cabo en la vida privada de los ciudadanos. Propone la criptografía masiva y universal para que cada ciudadano pueda convertir sus datos personales en códigos que sólo él pueda leer. No es mala idea. Hay que defenderse. Como las jóvenes húngaras y alemanas que se disfrazaban de ancianas con mucho esmero para confundir a sus potenciales violadores.

EL TELÓN DE ACERO, de Anne Applebaum. Debate, 2014. Barcelona, 704 págs. Distribuye Penguin Random House.

UNA HISTORIA PERSONAL: STALIN EN MONTEVIDEO

"Si miran para atrás, les disparo". El soldado ruso fue claro. Corría 1948. Mi abuelo László estaba a punto de cruzar la frontera entre Rumania y Hungría con su familia y el guardia, que había sido sobornado, sabía que esos cuatro seres humanos —entre quienes estaba mi futuro padre, Basilio— nunca volverían. Guardar las apariencias era cuestión de vida o muerte.

Basilio se enteró de la partida horas antes. El abuelo les informó que en pocas horas lo iban a detener. Lo acusaban de ser un "representante destacado de la burguesía" o algo así, y por lo tanto era enemigo del proletariado. Vivían en el pueblo de Szatmárnémeti (Satu Mare), en Transilvania, Rumania. El abuelo poseía industrias. Cuando llegó el Ejército Rojo un referente del partido comunista local se instaló junto a él en la gestión de las empresas. Querían aprender para enviarlo luego como a tantos otros a la cárcel, o deportado a Siberia. La mirada de Stalin, en los cuadros colgados por doquier, era una advertencia. Estaban vigilados. Pero estaba preparado; los contactos en el partido, debidamente sobornados, habían cumplido. Ahora sabía cuándo.

En esas horas Basilio hizo lo que pudo. Tenía 12 años. Fue con una pala al jardín y enterró su colección de sellos. Abandonaba el pueblo de su infancia, de la guerra, de los bombardeos aliados, de sus amiguitos y la escuela donde debieron aprender de memoria frases de Stalin. Antes de la llegada del Ejército Rojo tuvieron que matar a su mascota querida, un burro. Un gracioso lo había bautizado "Stalin". Respondía rebuznando a ese nombre.

Una vez en Hungría se hizo cargo de ellos la organización de Aliyá Bet, institución judía que facilitaba la emigración de los judíos de Europa del Este hacia Palestina. El abuelo no era judío, pero había ayudado a muchos a escapar de los campos de exterminio. Ahora él necesitaba ayuda.

Una vez en Budapest, y camino al aeropuerto —donde un avión los llevaría a Viena— mi padre recordó a sus primas que vivían en Buda. Durante el asedio ruso a la ciudad, en 1944, una bomba les mató al padre. Semanas más tarde, tras la llegada del Ejército Rojo, las vinieron a buscar. Tenían 13 y 15 años. Las llevaban de noche a un cuartel cercano, y las devolvían de mañana. Fueron violadas todas las noches durante dos meses. Sobrevivieron.

En el aeropuerto esperaron, pero nada. Estaba nublado y el avión no salía. De la nada surge una persona de la organización. Deben seguir por tierra, les dice, pues la orden de captura para el abuelo acababa de ingresar de Rumania en el portafolio de la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Pauker, junto a otros pedidos de extradición.

En la frontera con Austria se sumaron a otros refugiados. Primero cruzaron un campo minado con un guía. Luego los ocultaron en el doble fondo de un camión. Al día siguiente amanecieron en Viena. Estaban en el mundo libre. Basilio vio por primera vez a una persona de tez negra, un soldado norteamericano.

Tras un año en Roma decidieron venir a Uruguay. La alegría de Basilio fue total, ya que años antes su maestro en la escuela le había señalado un punto bien abajo en el mapa. "Allí", le dijo, "se juega el mejor fútbol del mundo".

Llegaron a Montevideo meses antes del Mundial de 1950. Una ciudad desconocida, sin amigos o referencias, y sin saber palabra de español. Se alojaron en el barrio Sur. Un día la abuela mandó a Basilio al almacén a comprar manteca. En el comercio señaló un paquete y le dijo al almacenero: "burro" (manteca, en italiano). Fue un momento tenso. Días más tarde concurrieron a una feria de frutas y verduras cercana. Escucharon hablar en húngaro. La alegría fue descomunal. Esos húngaros, residentes en Uruguay, los invitaron a un almuerzo en el club húngaro para ese domingo.

El día llegó con mucha ansiedad. Vestidos con lo mejor caminaron hasta el club en la Ciudad Vieja. Cruzaron la puerta, avanzaron hasta el salón lleno de gente… cuando de pronto ven al fondo un retrato de José Stalin a todo color, gigante, que dominaba la sala. La abuela pegó un pequeño grito de terror. Basilio quedó paralizado. Entonces el abuelo les dijo con una carcajada: "¡No pasa nada, esto es Uruguay!", y entraron a saludar. Era el club de residentes húngaros que habían escapado de la experiencia comunista de Béla Kun, ocurrida en Hungría en 1919, y que seguían siendo comunistas.

Bajo la mirada inofensiva de Stalin disfrutaron ese domingo con abundante páprika.

"Cumpliremos con el nuevo plan quinquenal del Camarada Stalin con honor". Afiche soviético, 1946.
"Cumpliremos con el nuevo plan quinquenal del Camarada Stalin con honor". Afiche soviético, 1946.
Jóvenes pioneros alemanes desfilan en honor de José Stalin, 1948.
Jóvenes pioneros alemanes desfilan en honor de José Stalin, 1948.
Jóvenes alemanes apedrean tanques rusos, Potsdamer Platz, Berlín, 1953.
Jóvenes alemanes apedrean tanques rusos, Potsdamer Platz, Berlín, 1953.

Stalin y Europa del Este, 1944-1956László Erdélyi

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