IGNACIO ALCURI
La anécdota es bastante conocida. Pablo Picasso andaba de aquí para allá acompañado de su "Banda", un grupito de alcahuetes que lo seguían para arriba y para abajo, seguramente buscando las sobras de sus groupies. Porque todo el mundo sabe que las groupies de los pintores son las que están más güenas.
Aquellos tipos frecuentaban ciertos cafetines, en donde se encontraban a charlar, contar chistes y pasar un buen rato. Más o menos como hacemos con los amigos los jueves de noche, con la diferencia de que aquellos eran artistas y nosotros unos monitos con un programa de televisión cancelado debajo del brazo.
Pero basta de hablar de mí, que para eso está el periodismo rosa y los investigadores de la Policía Técnica (¿dijeron que no existía el crimen perfecto? ¡Ja!).
Picasso y su pandilla habían chupado y morfado de lo lindo, cuando trajeron la cuenta. Como Pablo ya se estaba cotizando en dólares, los demás miraron al techo. Así que el pintor realizó un dibujo en el mantel y quiso pagar con eso.
La dueña del local le pidió que lo firmara, y Picasso le dijo "estoy pagando el almuerzo, no estoy comprando el restaurante". Una frase que al mismo tiempo lo deja como un genio y como un amargo.
Esta linda historia dispara una pregunta evidente: ¿y si en lugar de un pintor se tratara de un escritor? Es hora de quitar las telarañas de la imaginación y pensar qué podría haber ocurrido.
Un día Stephen King se termina un asado con papas fritas, cuando le traen la cuenta y descubre que olvidó su billetera. Entonces el maestro del horror se ofrece a pagar con su obra.
Podría escribir un par de párrafos sobre el mantel, emulando al autor del Guernica. Claro que todo ese texto de puño y letra de King valdría muchísimo más que el asado y las papas (máxime cuando las papas estaban medio crudongas) así que habría que encontrar otra solución.
Si King acostumbrara intercambiar textos por alimentos, podría viajar con una laptop y una pequeña impresora a cuestas. A primera vista parece una solución interesante, pero ya imagino en eBay los cuentos "impresos en la máquina original", cotizándose a muchos miles de dólares. Dólares que ni Picasso ni King -también bastante amargo- querrían perderse.
Una solución podría ser escribir palabras sueltas u oraciones cortas, pero sería poco. No quedaría otra que dictarle unos parrafillos al mozo, para que lo único valioso fuera el texto en sí. El mensaje y no el medio. El contenido y no la forma. Me siento de nuevo en Ciencias de la Comunicación. Y de nuevo repito cosas que no comprendo.
Todo esto sería bastante peligroso, porque el autor de Carrie, It, El Resplandor o Misery (más vale aclarar por si alguno todavía no junaba quién era este Stephen) podría enviciarse con este sistema de venta de textos, hasta el punto de no saludar a sus fanáticos por la calle, temiendo que cada "hola" fuera grabado y luego comercializado, generando ganancias y haciendo perder el valor del resto de su obra. Sin mencionar los gestos, como un cabeceo o el levantamiento de una ceja. Sólo una modelo veterana cargada de bótox podría caminar por la calle sin estar regalando miles y miles de dólares a la chusma.
Ese es el verdadero precio de la fama. Por eso Picasso terminó cortándose una oreja, y por eso Stephen King se quedó ciego y se casó con su asistente personal. Así cualquiera es un amargo.