El espejismo del país de primera

FRANCISCO FAIG

Narra Lincoln Maiztegui que uno de los últimos ademanes del Uruguay de Maracaná, que creía en su bonanza eterna, fue establecer por ley una contribución internacional a los "países económicamente poco desarrollados". La continuación de la historia es conocida: a nadie pudimos asistir porque el vértigo de la crisis de esos años terminó por hacernos compartir los infortunios propios de esos países.

En aquel entonces, persuadidos de nuestra excepcionalidad, no quisimos enfrentar las reformas necesarias para adaptarnos al nuevo mundo de la posguerra. Con regocijo, seguimos creyendo por años que éramos la Suiza de América. Sesenta años más tarde, el reflejo nacional es similar. Por la tragedia de 2011 en Japón, por ejemplo, donamos 500.000 dólares a la Cruz Roja de ese país; y por las inundaciones en Colombia, donamos diez toneladas de alimentos.

Estamos convencidos de que a pesar de los errores y las dificultades, vamos bien rumbeados. Alentados por nuestro chauvinismo jacobino provinciano, creemos que repitiendo lo mismo que veníamos haciendo hasta ahora podremos alcanzar, sin esfuerzos, el país de primera prometido, y que nuestro crecimiento es consecuencia de nuestras políticas públicas.

Esta vez, frenteamplismo mediante, la riqueza se reparte con justicia, la pobreza es menor, y nos gobierna gente honesta y competente: así hablan los pequeños catequistas del comité de base, y así vituperan los más pequeños (y muy numerosos) intelectuales orgánicos. Hasta el Presidente recalca que nos acercamos a un PIB per cápita de 20.000 dólares, propio de un país desarrollado.

Como estamos convencidos de que vamos bien, aceptamos las nuevas formas de clientelismo (que ahora es asistencialismo populista). No nos ruborizamos porque aumente el número de funcionarios públicos, ni nos parece mal volver a la práctica de reproducir jubilados gracias a probar años de trabajo con simples declaraciones de testigos. Se trata de la misma benevolencia y la misma autocomplacencia autista que condujeron al fracaso colectivo del Maracaná neobatllista. Estamos prendados del mismo espejismo que atolondró al país durante la guerra de Corea (1950-1953). Esta vez, vivimos el ciclo de expansión más largo del que se tenga memoria, porque nos beneficiamos del formidable crecimiento chino que empuja el precio de nuestros productos de exportación, y porque han sido excepcionales las bajas tasas de interés internacionales que han potenciado por doquier las inversiones.

Pero aquel que no se deje arrullar por esta placentera y colectiva sensación de éxito, y que se preocupe por ver la realidad, sabe que estamos perdiendo competitividad; que dependemos de los precios internacionales por el estancamiento del volumen de nuestra exportación; y que la economía desacelera su crecimiento, sin que por ello baje el gasto público. Sobre todo, sabe que en este tiempo de bonanza nada eficiente se ha hecho para impedir la consolidación de una sociedad fracturada; que nuestros jóvenes más pobres están condenados a ser analfabetos funcionales en el nuevo capitalismo; que nuestros problemas de infraestructura son gravísimos; que los de seguridad están lejos de resolverse; y que el Estado nunca se va a reformar con la izquierda en el gobierno. Como Narciso, estamos enamorados de nuestra propia imagen.

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