Según publicó el sitio especializado WIRED, la compañía se prepara para lanzar una aplicación independiente que busca convertirse en una red social global de videos creados con inteligencia artificial. Su interfaz es casi idéntica a la de TikTok: un feed vertical, un algoritmo de recomendación y opciones para “me gusta”, comentarios o remix. La diferencia es que todo el contenido será generado por IA.
Por ahora, el acceso a Sora 2 es solo por invitación. Los usuarios podrán crear clips de hasta 10 segundos, sin subir fotos o videos propios. En cambio, la aplicación permitirá verificar la identidad para usar la propia imagen en videos y recibir notificaciones cada vez que otro usuario la utilice, incluso si el clip queda en borrador. La función de verificación busca dar una apariencia de control en un terreno donde los límites entre privacidad y ficción digital se desdibujan rápidamente.
OpenAI también lanzó una plataforma social integrada al ecosistema de ChatGPT, posicionándose frente a gigantes como Meta, que presentó Vibes, y Google, que incorporó su modelo Veo 3 a YouTube. TikTok, mientras tanto, avanza con más cautela: acaba de actualizar sus reglas para prohibir videos generados por IA que resulten “engañosos o dañinos”. En ese contexto, OpenAI apuesta a ocupar el espacio intermedio: el del entretenimiento generado por máquinas pero vestido de conexión humana.
Sora 2 también llega en un momento en que OpenAI necesita reafirmar su lugar en un ecosistema saturado de promesas de IA. Desde el lanzamiento de los generadores de imágenes en 2022, el interés del público ha caído un 80% en Google. La mayoría de los usuarios no quiere crear, quiere consumir. La llamada “regla del 1%” sigue vigente: una mínima fracción de creadores produce casi todo el contenido, mientras el resto simplemente mira. El 4% de los videos en YouTube concentra el 94% de las vistas; el 5% en TikTok genera el 89%. La idea de que todos seremos creadores con IA es, probablemente, otra ilusión tecnológica.
El riesgo es evidente. OpenAI enfrenta demandas por derechos de autor, incluida una del New York Times por el uso de material protegido en el entrenamiento de sus modelos. La empresa también ha sido criticada por su manejo de seguridad infantil y acaba de anunciar controles parentales y herramientas de predicción de edad para restringir interacciones inapropiadas. No está claro qué medidas adoptará en la app de Sora 2, pero si los contenidos visuales son tan fáciles de generar como escribir un prompt, las implicaciones éticas y legales serán enormes.
El verdadero objetivo de OpenAI no parece ser democratizar la creación, sino construir el ecosistema donde el entretenimiento, la publicidad y la comunicación se mezclen hasta volverse indistinguibles. Si ChatGPT nos enseñó a escribir con máquinas, Sora quiere enseñarnos a ver con ellas. En ese proceso, lo humano -la emoción, la autoría, la intención- corre el riesgo de diluirse en un scroll infinito de clips perfectos, irreales y, en última instancia, intercambiables.
El discurso oficial habla de “reconectar a amigos y familiares”, una narrativa que recuerda los primeros días de las redes sociales. Pero la experiencia de ver videos generados por IA suele ser todo lo contrario a una conexión: es un opio. Hay una perfección inquietante en esas imágenes que no transmiten nada, una especie de vacío brillante. Ninguna risa es genuina, ningún gesto tiene peso, ningún error permite empatía. Es como mirar una copia de una copia: impecable, pero sin alma. En lugar de acercarnos a otros, ese tipo de contenido termina funcionando como un espejo de nuestra soledad digital, una confirmación de que la tecnología puede imitar la emoción, pero no sentirla.