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Santa Lucía del Este, un balneario de 400 personas con arenas blancas, olas y una mística especial

En el primer capítulo de la serie Tres balnearios, tres historias, una crónica desde Santa Lucía del Este, en Canelones, un lugar que eligen pescadores y surfistas.

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En el living, donde todos podían verla, había una estantería hecha con cuatro palos donde Mara guardaba las cañas y los reeles de pescar. A ella, en el balneario, la conocían así: Doña Mara, la pescadora. Era una mujer delgada de rostro severo que vestía bermudas, camisas holgadas y alpargatas, fumaba y tomaba grapa. Llegó a este lugar hace 88 años, cuando aún estaba hecho de dunas de arena y montes de pinos, eucaliptos y acacias.

Alguien le había dicho que a 70 kilómetros de Montevideo, en Canelones, había un sitio donde se pescaba bien, y ella, que había llegado desde Yugoslavia en un barco con su familia, que había crecido en una casa con un arroyo en el que pescaba salmones y que era una apasionada de la pesca, no lo dudó.

En 1936 compró un terreno y construyó, ella misma, una casa. Tenía panales de abejas, quinta, animales. Doña Mara había crecido en la guerra, en medio del frío, era la mayor de 11 hermanos y había perdido a su madre y a uno de ellos cuando ella tenía 16 años. Había vivido toda su vida de la misma manera: con la responsabilidad de alimentar a su familia, con disciplina, con austeridad.

La suya fue una de las primeras construcciones de Santa Lucía del Este, un balneario que se había inaugurado tres años antes, el 24 de diciembre de 1933, en un terreno con costas en el Río de la Plata y en el arroyo La Coronilla, que un solo propietario, un hombre de apellido Beihaut, había loteado y vendido por tres, cuatro y cinco pesos mensuales.

Le puso Santa Lucía del Este solo para diferenciarlo de su ciudad, Santa Lucía. Decía que tenían el mismo encanto, el mismo aire.

Doña Mara pescaba todos los días en la costa y, cuando podía, salía mar adentro en embarcaciones con otros pescadores. Siempre era la única mujer.

Cuando ella y su esposo se jubilaron se instalaron definitivamente en el lugar. A Doña Mara le encantaba todo aquello: la pesca, el agua, los árboles, la arena, la tranquilidad, el aire del río cuando se encontraba con el arroyo.

Los primeros pobladores de Santa Lucía del Este llegaron, todos, atraídos por la pesca. Eran amigos de los que habían llegado primero. Venían desde Tala, desde Montes y desde Sauce.

Hoy, en Santa Lucía del Este, el balneario ubicado entre Biarritz y San Luis, viven unas 420 personas. Muchas de ellas son descendientes de los primeros pobladores del lugar. Santa Lucía del Este tiene algo, dicen: los que llegan, nunca se van.

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Playa de Santa Lucía del Este.
Foto: Florencia Cruz

Es un jueves a mediados de enero y el cielo es un espejo gris y denso. Aunque no se ve, el sol calienta todo lo que está a su alcance: la arena, las rocas, las sombrillas, las pieles, las hojas de los árboles, las calles de tierra, los techos de las casas, las paredes.

Santa Lucía del Este parece, a simple vista, un lugar tranquilo. Son cerca de las once de la mañana y las calles, casi todas de tierra, están prácticamente vacías. Apenas pasan autos, y algunas personas caminan con sillas y sombrillas en dirección a la playa. No hay edificios y las casas, rodeadas de pasto y de árboles, son casi todas bajas.

La casa en la que vive Carla Cvetreznik no es la de su abuela, Doña Mara la pescadora, pero aquella en la que creció sigue estando a unas cuadras de donde ella vive ahora. Es maestra y, aunque ha venido al balneario todos los años de su vida, cuando se jubiló decidió instalarse acá.

Carla conoce todo sobre este lugar: la historia, las dunas que están y las que ya no, las personas que lo habitan, quiénes lo vistan y cuándo, por dónde caminar para llegar hasta el arroyo, dónde mirar el atardecer, cómo lograr la mejor vista del balneario.

Dice que no tienen todos los servicios, que hay un supermercado, una escuela, casas para alquilar, un camping, que el resto se encuentra en los balnearios cercanos. Que la pesca y el surf son los principales atractivos del balneario. Que entre Montevideo y Punta del Este, el único lugar con buenas olas para practicar el deporte es este.

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Turistas en Santa Lucía del Este.
Foto: Florencia Cruz

Hoy en día solo se practica pesca deportiva. Los grandes barcos pesqueros llegan y despliegan sus redes inmensas y se llevan todo lo que hay, así que la pesca artesanal no es una opción. Pero lo fue. Al menos para Ernesto, el primero y el único pescador artesanal que vivió en Santa Lucía del Este. Nadie lo llamaba por su nombre. Lo conocían -y así lo recuerdan aún hoy- como “el abuelo pescador”.

Llegó en los 70 desde Montevideo con su esposa Esther y nunca más se fue.

Esther tiene 79 años, los ojos celestes y la voz como si estuviera sostenida por un hilo. Todavía guarda la embarcación en la que su marido salía al río a pescar. Y todavía recuerda las noches de verano y también las de invierno, refugiada entre las dunas, mirando hacia el horizonte, esperando a que algo se moviera en la quietud de la oscuridad y que fuera su esposo que regresaba a tierra. Esther lo esperó todas las noches y todas las madrugadas. Cuando regresaba lleno de pescados, era ella la que lo trasladaba a la casa y lo vendía.

“La vida de la pesca es preciosa. Yo le debo agradecer a este balneario porque es bellísimo. Mis hijos crecieron acá, con este aire, con este viento, con esta paz”.

***

La playa donde desemboca el arroyo La Coronilla se llama El Corralito. Tiene, todavía, dunas de arena blancas y árboles que la rodean. A veces, como hoy, cuando la marea está baja, el arroyo se cierra antes de llegar al río y forma una laguna.

Acá hay un eucalipto inclinado por la sudestada que nunca se cayó. Debajo de este eucalipto y en esta zona, sobre una duna, hace algunos años, cuando Carla era niña, si se escarbaba un poco la arena salía negra. Acá, en este lugar que se llama el Taller de los Indios, se han encontrado restos arqueológicos: puntas de lanzas, piedras de boleadoras. Acá, donde hoy apenas sopla el viento, dicen que hay una energía especial. Y que hay personas que eligen venir al balneario por ese misticismo.

Santa Lucía del Este depende del municipio de la Floresta, del que dependen varios de los balnearios de la zona. Por eso, del lugar se ocupan los vecinos y vecinas que viven allí todo el año. Existen dos grupos, la Comisión Fomento, de la que Carla es presidenta, que se ocupa de la infraestructura y los servicios, y Vecinos Organizados, que tiene su fuerte en lo social y cultural. Este es un lugar al que su gente quiere y defiende, cuida, mejora, protege. Y, desde afuera se ve de esa manera: como un espacio que es cuidado, querido, protegido.

“Es como si fuera una familia grande”, dice Graciela Carrera, sentada en el patio de su casa rodeada de árboles frutales. “Somos un núcleo de personas que vivimos desde siempre acá y nos conocemos desde siempre”.

Su padre y su madre llegaron al balneario en los años 50 y pusieron el segundo almacén de Santa Lucía del Este. Ella vivió en Montevideo, en Atlántida y en Pando, pero elige, por sobre todos esos lugares, este balneario.

“Santa Lucía del Este te atrapa. Es como que se expande la voz, y sabés qué pasa, la gente que viene no se va, siempre vuelve, siempre vuelve”.

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Carla y Graciela, amigas de toda la vida en Santa Lucía del Este.
Foto: Florencia Cruz

Hoy, dice, está tranquilo, pero los fines de semanas los autos estacionan por todas partes, la playa se llena de gente y ella, a veces, siente como si la invadieran. Igual, dirá después, le gusta. Graciela presume de su lugar.

De lo primero que tendría que haber hablado, dice, es de la playa. “Porque es espectacular”. Y es verdad: la playa de Santa Lucía del Este es espectacular.

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La arena blanca, fina y amplia está tibia. El río solo se mueve por las olas que se arman antes de la orilla y se rompen unos cuantos segundos después.

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Pescador en Santa Lucía del Este.
Foto: Florencia Cruz

Es el mediodía del jueves y en la playa El Corralito hay dos sombrillas alejadas entre sí, alguien lee, un grupo de jóvenes camina, un niño practica pararse en una tabla en el agua, se cae y vuelve a empezar. Al otro lado del arroyo hay otra playa más agreste, sin guardavidas, que se llama La Baguala. Las separa un corredor de rocas y de yuyos. En total, Santa Lucía del Este tiene alrededor de seis kilómetros de costa.

Es un día tormentoso y el cielo parece cercano, como si estuviera sostenido por la arena, por las piedras, por el río, por el arroyo convertido en laguna. En la tarde habrá más sombrillas, más personas, más niños, más tablas, más cañas de pescar. Y aún así todo seguirá intacto: el aire, el viento que apenas se siente, el sonido de las olas. No importa a quien se le pregunte. Todos responderán lo mismo: que esta playa no se le parece a ninguna, que esta tranquilidad no se encuentra en otra parte.

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