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La historia de Sebastián Peter o el arte de hacer esculturas en tizas

Nació en una familia de metalúrgicos y a los ocho años supo que se quería dedicar al arte. Desde entonces, ha hecho todo para hacerla realidad.

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Sebastián Peter en su atelier de arte.
Foto: Leonardo Mainé

Se ven desde afuera: los mosaicos, los cuadros pintados a lápiz, un escritorio de madera, una repisa llena de plantas, una biblioteca, las esculturas hechas con tiza. Desde adentro se ven detalles: los mosaicos son de colores brillantes, hay un espejo y lápices de colores, las paredes están repletas de obras, desde el fondo suena un jazz. Por la ventana que da a la calle entra una luz cálida y suave y todo allí, se ve como si fuese una canción.

En una pieza que está detrás hay un escritorio con una silla, herramientas, polvo y ciento de tizas esculpidas con precisión de acero: figuras humanas, letras, monumentos, animales, formas. En otra pieza, un sillón apartado de todo lo demás, un de cuarto propio.

El atelier de Sebastián Peter es eso, una especie de cuarto propio en el que retirarse para encontrar el silencio y el arte, una experiencia. Fue pensado de esa manera: cuidando todos los detalles, haciendo que todo allí tenga un por qué, un para qué, que nada sobre, que todo esté en su lugar. Porque así es como vive.

Esta es la historia de alguien que a los ocho años encontró una vocación. Y que desde entonces ha hecho todo por ella, para ella.

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Obras de arte en tizas de Sebastián Peter.
Foto: Leonardo Mainé

Sebastián Peter (47) nació en una familia de metalúrgicos. La primera vez que se acercó al arte fue con su abuelo, que tenía un taller y lo ayudaba a fabricar sus juguetes. Tenía con él una conexión especial, pasaban muchas horas juntos, compartían el tiempo en el taller o se iban de vacaciones a la playa.

“Cuando yo tenía 8 años un vecino suyo quiso abusar de mí. Yo me escapé. Cuando pasé por al lado de mi abuelo me preguntó qué había pasado. Y esa fue la primera vez que escuché una voz en mi cabeza que decía: silencio. No dije nada. Pasó el tiempo y yo empecé a crecer con eso, a cargar con eso, a no entender”, cuenta. “Mi abuelo falleció unos años después, y ahí entendí que no haberle contado había sido lo mejor que había hecho en mi vida, porque mi abuelo hubiera matado a aquel hombre. En ese momento yo empecé a prestarle atención a la intuición”.

Unos años después, cuando tenía 11 o 12, una amiga de su madre lo llevó a un taller de pintura con el artista José Arditti, que una tarde invitó a todos sus alumnos a la inauguración de una de sus exposiciones. De aquel día Sebastián no recuerda muchas cosas, pero hay una que no se le borra: la mirada de su maestro mostrando sus obras era otra diferente a la que él conocía, estaba transformado en otra persona, la emoción le salía por el cuerpo. Y aunque él no entendió, supo que alguna vez quería sentir eso mismo, tener esa mirada.

Sebastián creció entre varias realidades: cargando el trauma del vecino de su abuelo y soportando el bullying que recibía en la escuela y el liceo por la tartamudez que esa situación le generó, una familia de metalúrgicos que nada tenía que ver con el arte, el deseo de querer dedicarse al arte que le encendía el corazón, pero que no compartía con nadie.

Trabajó en la empresa de su familia, como chofer para otra empresa, y mientras dibujaba, hacía su arte, se creaba un mundo en el que, algún día, se dedicaría a lo que quería. Fue ahí, en esa búsqueda, que un día pensó en hacer algo que nadie más hubiese hecho. Quería hacer algo que todo el mundo hubiese tenido en sus manos alguna vez. Buscó materiales y llegó a las tizas. Compró una caja y empezó a esculpirlas. No podía equivocarse. No puede equivocarse: si la tiza se rompe, no hay manera de recuperarla. En total ha trabajado con 810 temáticas.

A los 20 años decidió irse a Brasil a buscar oportunidades. Sacó un pasaje a Fortaleza, que era hasta podía llegar económicamente, y se fue.

Sebastián todavía recuerda el despegue del avión, la fuerza con la que el cuerpo se pegó contra el asiento, la sensación de que, en esa partida, también había algo que empezaba. En Brasil empezó a trabajar, a vender obra, a exponer en distintos espacios, a vincularse con otras personas que se dedicaban a lo mismo que él. Y ahí, estando lejos, cuando extrañó a su país, entendió que tenía que volver y empezar otra vez en Uruguay.

Para llegar a este momento -tener su propio atelier y tenerlo como quiere, dar clases, vivir de su arte, sentirse bien- Sebastián pasó por varias puertas que se cerraron, por varios no. Hoy cree que su atelier es el lugar que siempre quiso, que siempre buscó. Que todo, como allí, está en el lugar en el que tiene que estar. “Yo creo en la energía y en el poder del universo. A los ocho años empecé a creer en la intuición. Creo que el arte es un don que me fue dado, por eso doy todo en cada obra que hago. Cómo no voy a darlo todo si en cada pieza está mi alma entera”.

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